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AnochecÃa un cálido dÃa de junio mientras el enorme yate Princess Marina permanecÃa fondeado frente a la costa de Antibes, en el Mediterráneo, no lejos del famoso hotel Du Cap. El yate, de más de ciento cincuenta y dos metros de eslora, estaba a plena vista mientras los marineros de la tripulación, compuesta por setenta y cinco personas, frotaban las cubiertas y eliminaban el agua salada, como hacÃan al final de cada jornada. Al menos una docena de ellos se ocupaba de limpiarlo con mangueras. Cualquier observador podÃa hacerse una idea de lo enorme que era al comprobar lo diminutos que parecÃan los marineros de cubierta desde la lejanÃa. HabÃa luz en el interior, y los habituales de aquella parte de la costa sabÃan qué barco era y a quién pertenecÃa, a pesar de que habÃa varios fondeados en las inmediaciones que eran casi tan grandes como aquel. Los yates supergigantes eran demasiado grandes para atracar en el puerto, salvo en aquellos lo bastante amplios como para alojar cruceros. Atracar un barco de semejante tamaño en puerto no era un asunto trivial, independientemente del volumen de la tripulación o de cuánta experiencia tuvieran pilotándolo.
El propietario, Vladimir Stanislas, poseÃa tres yates de un tamaño similar repartidos por el mundo y un velero de casi noventa y dos metros que le habÃa comprado a un estadounidense y que raras veces utilizaba. Pero el Princess Marina, bautizado asà en honor a su madre, fallecida cuando él tenÃa catorce años, era su barco preferido. Era una exquisita isla flotante de ostentación y lujo que le habÃa costado una fortuna construir. PoseÃa, además, una de las villas más conocidas de la costa, en Saint Jean Cap-Ferrat. Antes habÃa pertenecido a una famosa estrella de cine, pero no se sentÃa igual de seguro en tierra, ya que los robos y atracos a las grandes villas eran habituales en el sur de Francia. Cerca de la costa, con la tripulación para protegerle, un arsenal de armas a bordo y un exclusivo sistema de misiles, se sentÃa seguro y podÃa cambiar de lugar con celeridad en cualquier momento.
Vladimir Stanislas era conocido por ser uno de los hombres más ricos de Rusia y del mundo, con el monopolio de la industria metalúrgica que el gobierno le habÃa concedido hacÃa casi veinte años, gracias a los valiosos contactos que desde la adolescencia habÃa cultivado con personas clave. Una considerable suma de dinero cambió de manos en un momento crucial y habÃa amasado más de lo que nadie habrÃa podido imaginar o incluso creÃdo posible.
Su imperio abarcaba importantes inversiones en el sector petrolero e industrial en todo el mundo. Costaba imaginar la cantidad de dinero que Vladimir habÃa amasado y tenÃa a su disposición. A sus cuarenta y nueve años, se le estimaba una fortuna declarada de entre cuarenta y cincuenta mil millones de dólares en negocios e inversiones. MantenÃa una estrecha relación con altos cargos del gobierno, incluido el presidente ruso y varios jefes de Estado. Y el fabuloso yate que relucÃa como una joya al atardecer era solo un pequeño sÃmbolo de sus contactos y de la magnÃfica destreza en los negocios que tan buenos resultados le habÃa dado.
Vladimir era admirado y temido a la vez. Lo que habÃa logrado durante diecinueve años como figura destacada en el sector industrial ruso le habÃa granjeado la admiración y la envidia de los empresarios del mundo entero. Y aquellos que le conocÃan bien y habÃan hecho negocios con él eran conscientes de que la historia no acababa ahÃ. TenÃa reputación de ser despiadado y de no perdonar jamás a sus enemigos. También poseÃa un lado amable; su pasión por el arte, su amor por todas las cosas bellas y su conocimiento de la literatura eran aficiones recientes. PreferÃa la compañÃa de los suyos, sus amigos eran rusos, todos ellos importantes empresarios industriales como él. Y las mujeres de su vida siempre habÃan sido rusas. Aunque tenÃa una preciosa casa en Londres, la villa del sur de Francia y un espectacular apartamento en Moscú, se relacionaba sobre todo con sus propios compatriotas. Era un hombre que siempre conseguÃa lo que querÃa y controlaba la mayor parte de la nueva riqueza de Rusia.
A pesar de su relevancia e influencia, no tenÃa problemas para pasar desapercibido entre la multitud. Su modestia natural le hacÃa preferir no llamar la atención. VestÃa con sencillez y se movÃa de manera discreta. Solo al mirarle a los ojos uno se daba cuenta de quién y qué era: un hombre con poder ilimitado. Era buen observador de todo lo que le rodeaba. Su prominente mentón y su imponente presencia decÃan que no toleraba que le negaran nada, pero cuando sonreÃa se entreveÃa una calidez que ocultaba bien y a la que casi nunca cedÃa. PoseÃa los pómulos marcados y el aire mongol de sus antepasados, que le aportaban cierto exotismo. Las mujeres se habÃan sentido atraÃdas por él desde que era un muchacho, pero nunca se permitÃa mostrarse vulnerable ante nadie. CarecÃa de ataduras, habÃa controlado su mundo durante mucho tiempo y no se conformaba con nada menos.
Alto, fuerte y rubio, con los ojos azul claro y rasgos cincelados, Vladimir no era guapo en un sentido clásico, sino más bien interesante, y en cambio, en los escasos momentos de descuido y distensión podÃa parecer afable, con el tÃpico sentimentalismo de muchos rusos. Nada en la vida de Vladimir era casual o espontáneo, y todo estaba cuidadosamente planeado y formaba parte de un conjunto. HabÃa tenido varias amantes desde que alcanzó el poder, pero a diferencia de sus colegas y homólogos, no quiso tener hijos con ellas y desde el principio se lo dejaba bien claro. No toleraba ninguna carga que lo atara ni nada que le hiciera vulnerable. Nada de familia ni de ataduras.
La mayorÃa de sus conocidos varones tenÃa al menos un hijo con cada mujer con la que habÃa estado, casi siempre por empeño de ella, que pretendÃa asegurarse una buena posición económica en los años venideros. Vladimir se negaba a ceder ante ese tipo de súplicas. Los hijos no entraban en sus planes y hacÃa mucho que habÃa tomado esa decisión. Nunca se habÃa arrepentido. Era muy generoso con sus mujeres mientras estaba con ellas, pero no hacÃa promesas de futuro ni ellas se habrÃan atrevido a empeñarse en que las hiciera ni a intentar manipularle.
Vladimir era como una serpiente enroscada, lista para atacar, siempre alerta y potencialmente implacable si se le enfurecÃa. PodÃa ser amable, pero también se percibÃa su crueldad innata, y si se le ofendÃa o provocaba, podÃa convertirse en un hombre peligroso. No mucha gente querÃa comprobarlo y ninguna de las mujeres que habÃan pasado por su vida lo habÃa hecho hasta la fecha. Natasha, su actual pareja, sabÃa que no tener hijos con él era una condición indispensable para que Vladimir estuviera con ella. HabÃa dejado claro que jamás habrÃa boda ni alcanzarÃa la posición social que conllevaba el matrimonio. Y una vez establecido y aceptado eso, no volvÃa a discutirse nunca más. HabÃa despachado de forma sumaria a las que habÃan intentado convencerle de lo contrario o engañarle. Vladimir hacÃa caso a su cerebro y no a su corazón, en todo. No habÃa llegado donde estaba siendo ingenuo, estúpido ni vulnerable con las mujeres. No confiaba en nadie. Ya en su juventud aprendió a confiar solo en sà mismo. HabÃa aprovechado bien las lecciones de su infancia.
Desde que llegó a la cumbre, Vladimir habÃa adquirido mayor influencia y habÃa amasado riqueza a un ritmo meteórico; ahora se encontraba en algún punto de la estratosfera, con un poder casi ilimitado y una fortuna que la gente solo podÃa imaginar. Y gozaba de los frutos de sus logros. Le gustaba ser el dueño de los muchos juguetes que se permitÃa, de sus casas, sus barcos, sus fabulosos coches deportivos, de un avión, dos helicópteros que estaban en permanente uso, moviéndose por todo el mundo, y de una colección de arte que era su pasión. Rodearse de belleza era importante para él. Le encantaba poseer lo mejor.
No disponÃa de demasiado tiempo para dedicarlo a actividades ociosas, pero no dudaba en disfrutar cuando podÃa. El trabajo era siempre lo primero en su pensamiento, asà como el siguiente negocio que iba a emprender, pero de vez en cuando se tomaba un tiempo para descansar. TenÃa pocos amigos, solo los hombres relevantes con quienes hacÃa negocios o los polÃticos de los que era dueño. No temÃa el riesgo y no toleraba el desinterés. Su mente funcionaba a la velocidad del rayo. Y llevaba siete años con su actual mujer. Aparte de alguna rara excepción ocasional, le era fiel, lo cual era poco corriente en hombres de su clase. No tenÃa tiempo para devaneos y tampoco le interesaban demasiado. Estaba satisfecho con su pareja y su relación le resultaba gratificante.
Natasha Leonova era sin duda la mujer más hermosa que habÃa conocido. La vio por primera vez en una calle de Moscú, congelándose en el invierno ruso, aunque joven y orgullosa. Le gustó nada más conocerla, cuando se resistió a sus intentos de ayudarla, y quiso conocerla mejor. Tras un año de implacable cortejo, sucumbió ante él y era su amante desde los diecinueve años. Ahora tenÃa veintiséis.
Natasha ejercÃa de anfitriona cuando era necesario, hasta donde él deseaba, y nunca se extralimitaba. Era un complemento extraordinario y un homenaje a él. No le exigÃa nada más que eso, aunque era una chica inteligente. Lo único que deseaba de ella era su presencia, su belleza y que estuviera disponible en todo momento para cualquier propósito, sin explicaciones. Ella era lo bastante lista como para no preguntar nada que él no le dijera por propia iniciativa. Le esperaba donde él querÃa, en la ciudad, en la casa o en el barco que fuera, y él recompensaba su presencia y su fidelidad. Nunca le habÃa engañado; de haberlo hecho, harÃa mucho que ya no estarÃa con él. Era un acuerdo que les convenÃa a ambos. Hasta el punto de que ella seguÃa ahà después de siete años, mucho más tiempo de lo que ninguno de los dos habÃa previsto o planeado. Se habÃa convertido en parte de la bien engrasada máquina en la que Vladimir habÃa convertido su vida y, por eso, era importante para él. Los dos eran conscientes del papel que desempeñaban en la vida del otro y no pedÃan nada que fuera más allá. El equilibrio entre ellos habÃa funcionado a la perfección durante años.
Natasha se movÃa con la elegancia de una bailarina por el espectacular camarote del yate que era su hogar durante varios meses al año. Le gustaba estar en el barco con él y la libertad que este les permitÃa, pues podÃan cambiar de lugar de improviso, ir adonde querÃan y hacer lo que les viniera en gana. Y cuando él estaba ocupado o volaba a otras ciudades para asistir a una reunión, ella hacÃa lo que le placÃa. A veces abandonaba el barco para hacer recados o ir de compras, o simplemente se quedaba a bordo. Natasha entendÃa bien los parámetros de su vida con él. HabÃa aprendido lo que él esperaba de ella y lo hacÃa bien. A cambio, él adoraba su impecable belleza y la exhibÃa. Siempre estaba expuesta cuando salÃan, como su Ferrari o una gema rara. A diferencia de las demás mujeres de su posición, Natasha no era conflictiva, exigente ni petulante. Era objeto de envidia de otros hombres. De forma instintiva sabÃa cuándo guardar silencio y cuándo hablar, cuándo mantener la distancia y cuándo acercarse. Interpretaba su estado de ánimo a la perfección, era flexible y de trato fácil. No le exigÃa nada, asà que él le daba mucho y era generoso con ella. Y aunque agradecÃa y disfrutaba de todo lo que él le concedÃa, se habrÃa conformado con menos, algo inaudito en una mujer en su situación.
Natasha no hacÃa planes por su cuenta ni hacÃa preguntas sobre los hombres que visitaban a Vladimir o los negocios que hacÃan. Él valoraba su discreción, su trato amable, su compañÃa y su impresionante aspecto. Era su amante y nunca le habÃa prometido más. A veces la exhibÃa como a una obra de arte en un museo. Gracias a su presencia, confirmaba su posición ante los demás hombres y era un sÃmbolo de su buen gusto. ConocÃa a Vladimir por cómo era con ella; un hombre amable y generoso cuando querÃa, y peligroso cuando no. Le habÃa visto cambiar de estado de ánimo en un abrir y cerrar de ojos. QuerÃa creer que era buena persona debajo de la dura fachada por la que le conocÃan, pero nunca lo ponÃa a prueba. Le gustaba la posición que ocupaba en su vida y quién era él, y le admiraba por todo cuanto habÃa logrado.
Vladimir la habÃa rescatado de la desesperación y la pobreza de las calles de Moscú cuando tenÃa diecinueve años, pero no habÃa olvidado las penurias de su vida antes de conocerle. No dejarÃa que nada obstaculizara el desempeño de sus deberes hacia él ni ignoraba cuánto le debÃa. No querÃa volver a vivir en la indigencia como antes de conocerle y no corrÃa riesgos que hicieran peligrar la vida que tenÃa ahora gracias a él. Estaba a salvo bajo su protección y no consentÃa que nada amenazara eso. Era consciente en todo momento de quién y qué era para él. Vladimir se comportaba de manera excepcional en la vida que compartÃan y le estaba agradecida por todo cuanto habÃa hecho por ella.
La naturaleza de su vida en común la mantenÃa aislada de otras mujeres y tampoco tenÃa amigos. En su mundo solo habÃa espacio para Vladimir, que era lo que este esperaba de ella. Acataba sus reglas sin remordimientos ni quejas, a diferencia de otras mujeres en su misma situación, que solo pensaban en lo que podÃan sacar. Natasha no. Era inteligente, sabÃa cuál era su lugar y conocÃa los lÃmites de Vladimir. Estaba totalmente satisfecha y disfrutaba de su vida en común. Y nunca le pedÃa más. Como su amante, tenÃa todo cuanto jamás habÃa soñado e incluso más. No echaba de menos tener hijos, ni siquiera amigos, ni anhelaba ser su esposa. No necesitaba más de lo que compartÃan.
Se estaba vistiendo cuando oyó aproximarse el helicóptero. Acababa de darse una ducha y se puso un mono blanco de satén que se amoldaba a la perfección a su exquisito cuerpo. De pequeña soñaba con ser bailarina de ballet, algo totalmente fuera de su alcance. Se cepilló el largo cabello ondulado, se aplicó un poco de maquillaje, se puso unos pendientes de diamantes que le habÃa regalado Vladimir y se subió a las sandalias plateadas de tacón alto. PoseÃa una belleza natural, sin ningún artificio, y no necesitaba hacer nada para realzarla. Vladimir adoraba eso de ella. Le recordaba a algunas de sus obras preferidas de los maestros italianos y podÃa contemplarla durante horas; su largo y elegante cuerpo, sus rasgos perfectos, su sedoso pelo rubio y sus enormes ojos azules, del color del cielo en verano. Le resultaba tan placentero mirarla como hablar con ella. AgradecÃa que fuera inteligente. Vladimir detestaba a las mujeres vulgares, las codiciosas y las estúpidas. Ella no era nada de eso. PoseÃa una elegancia innata y una dignidad serena.
Subió deprisa las escaleras hasta uno de los dos helipuertos de la cubierta superior y se incorporó a la docena de tripulantes y a los hombres de seguridad que le esperaban justo cuando aterrizó el helicóptero. El viento le azotó el cabello y esbozó una sonrisa, tratando de atisbarle por las ventanillas. Al cabo de un momento, el piloto apagó el motor, se abrió la puerta y él salió haciendo un gesto al capitán mientras uno de los guardaespaldas le sujetaba el maletÃn. Vladimir miró a Natasha y sonrió. Era ella la persona con la que deseaba estar después de asistir a las reuniones en Londres. HabÃa estado ausente dos dÃas y se alegraba de regresar al barco, donde podÃa relajarse, aunque también tenÃa un despacho para trabajar y pantallas de vÃdeo que le permitÃan comunicarse con sus oficinas en Londres y en Moscú.
A veces pasaban meses en el barco y él viajaba para asistir a reuniones cuando era necesario. La última, de la que acababa de volver, habÃa ido bien y estaba satisfecho. Rodeó los hombros de Natasha con el brazo mientras bajaban el tramo de escaleras hasta un amplio y precioso bar en la cubierta inferior. Una camarera les sirvió una copa de champán a cada uno de una bandeja de plata mientras Vladimir contemplaba el agua durante un momento y luego posaba de nuevo la mirada en ella. Natasha no le preguntaba nada sobre sus reuniones. De su trabajo solo sabÃa lo que habÃa oÃdo, visto o adivinado y se lo guardaba para sà misma. Su discreción, asà como su belleza, era importante para él. Y estaba encantado de verla después de dos dÃas de ausencia. Cuando se sentaron, ninguno de los dos reparó en los guardaespaldas situados a escasa distancia de ellos. Para ambos, formaban parte del paisaje.
—Bueno, ¿qué has hecho hoy? —preguntó Vladimir en tono suave, admirando la forma en que el mono se ceñÃa a ella como una segunda piel.
Su conducta nunca era provocativa, salvo en el dormitorio, pero poseÃa una sensualidad innegable que hacÃa que los hombres volvieran la cabeza y le envidiaran, algo que le complacÃa. Del mismo modo que el barco era una expresión de su extrema riqueza, la impresionante belleza de Natasha era un sÃmbolo de su virilidad y su atractivo como hombre. Disfrutaba ambas cosas.
—He estado nadando, me he hecho la manicura y he ido de compras por Cannes —respondió con naturalidad.
Era un dÃa normal para ella cuando él se ausentaba. Cuando estaba, se quedaba en el barco, a su disposición. A él no le gustaba que desapareciera si disponÃa de tiempo libre. Y le agradaba nadar, comer y charlar con ella cuando le apetecÃa.
Natasha habÃa profundizado en sus estudios de arte por su cuenta, leyendo libros y artÃculos en internet y manteniéndose al dÃa de las noticias del mundo artÃstico. Le habrÃa gustado recibir algunas clases en la galerÃa Tate de Londres cuando estuvieron allÃ, o en ParÃs, donde también pasaban tiempo, pero nunca se quedaban lo suficiente en ninguna parte como para que pudiera matricularse en algún curso y Vladimir querÃa que estuviera siempre con él. Sin embargo, a pesar de la falta de formación académica en un aula, habÃa adquirido una educación impresionante sobre arte en los últimos años y a él le gustaba discutir con ella sobre sus nuevas adquisiciones y las obras que pensaba comprar. Ella estudiaba a fondo a los artistas que él mencionaba y le encantaba investigar hechos poco corrientes sobre ellos, lo que fascinaba e intrigaba también a Vladimir. Charlaba con expertos en arte durante las cenas que celebraban y Vladimir estaba orgulloso de sus extensos conocimientos.
Y dado que no tenÃa amigos con los que pasar el tiempo, estaba acostumbrada a ir de tiendas sola. Vladimir permitÃa que se comprara lo que le apeteciera y disfrutaba haciéndole regalos, sobre todo joyas que le encantaba elegir para ella y un gran número de bolsos de piel de cocodrilo de Hermès, de todos los colores imaginables, la mayorÃa Birkin con cierre de diamantes, que costaban una fortuna. No le negaba nada y adoraba elegirle ropa en los desfiles de alta costura, como el mono de Dior que llevaba puesto. Le gustaba mimarla de formas que él mismo no se permitÃa. Natasha era publicidad para él. Por el contrario, él siempre vestÃa de forma sencilla y conservadora y habÃa regresado de Londres ataviado con un pantalón vaquero, una americana de corte impecable, camisa azul y unos zapatos marrones de ante de Hermès. Formaban una bonita pareja a pesar de la diferencia de edad. En ocasiones, cuando estaba de buen humor, comentaba que era lo bastante mayor como para ser su padre, ya que se llevaban veintitrés años, aunque no lo aparentara.
Era cierto que ella no tenÃa vida propia, pero no estaba sola. Vladimir la recompensaba con generosidad por tenerla monopolizada y ella nunca se quejaba. Le estaba agradecida y él no se cansaba de admirarla. En siete años no habÃa conocido a otra mujer a la que deseara más o que se amoldara mejor a él. Solo la engañaba cuando los hombres con los que hacÃa negocios pedÃan prostitutas para todos en otra ciudad tras un negocio importante y no querÃa dar la impresión de ser poco colaborador o arisco. Por lo general, los hombres ya habÃan bebido mucho a esas alturas y él siempre se escapaba temprano.
Las estrellas ya habÃan salido cuando terminaron el champán y Vladimir anunció que querÃa ir al camarote para darse una ducha y ponerse algo más cómodo para cenar, aunque preferÃa ver a Natasha vestida con la clase de ropa que llevaba puesta. Aún le excitaba ver lo hermosa que era. Ella le siguió al camarote y se tumbó en la cama mientras él se quitaba la ropa y se dirigÃa al vestidor, con su cuarto de baño de mármol negro. El vestidor y el baño de mármol rosa de Natasha habÃan sido diseñados especialmente para ella.
Vladimir habÃa pulsado un interruptor al entrar en el camarote que encendÃa una luz en el pasillo que indicaba que no querÃa que los mo ...