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Una frÃa mañana de principios de octubre de 1946, Pete Banning despertó antes del alba, pero no intentó volver a dormirse. Permaneció largo rato acostado en medio de la cama, contemplando el oscuro techo y preguntándose por enésima vez si poseÃa el valor necesario. Al fin, cuando los primeros rayos del amanecer se colaron por una ventana, aceptó la solemne realidad de que habÃa llegado la hora del asesinato. La necesidad de llevarlo a cabo se habÃa vuelto tan acuciante que no le permitÃa continuar con su rutina diaria. No podÃa seguir siendo el mismo de siempre hasta que hubiera cumplido con su propósito. El plan era sencillo, pero difÃcil de imaginar. Sus repercusiones se harÃan sentir durante décadas y cambiarÃan la vida a sus seres queridos, asà como a muchas personas a las que no querÃa. De hecho, dada su naturaleza, habrÃa preferido eludir la atención, pero eso no serÃa posible. No tenÃa elección. La verdad se habÃa revelado poco a poco y, una vez que la hubo asimilado por completo, el asesinato se habÃa vuelto tan inevitable como la salida del sol.
Se vistió despacio, como de costumbre, pues, debido a las heridas de guerra, habÃa amanecido con las piernas rÃgidas y doloridas. A continuación, recorrió la casa a oscuras hasta la cocina, donde encendió una luz tenue y puso la cafetera. Mientras se hacÃa el café, permaneció de pie junto a la mesa del desayuno, recto como un palo, y, entrelazando las manos detrás de la cabeza, dobló las rodillas con suavidad. Torció el gesto por el dolor que se le extendÃa de las caderas a los tobillos, pero aguantó diez segundos en cuclillas. Se relajó y repitió el movimiento varias veces, descendiendo más y más con cada flexión. Llevaba varillas de metal en la pierna izquierda y metralla en la derecha.
Tras servirse el café y añadir leche y azúcar, salió al porche trasero, se detuvo en los escalones y tendió la vista hacia sus tierras. El sol asomaba por el este, tiñendo de amarillo aquel mar de blancor. Los campos estaban recubiertos de un algodón que semejaba nieve recién caÃda, y en otras circunstancias Pete habrÃa esbozado una sonrisa ante lo que sin duda serÃa una cosecha generosa. Sin embargo, ese dÃa no habrÃa sonrisas; solo lágrimas, y a raudales. Por otro lado, rehuir el asesinato supondrÃa un acto de cobardÃa. Bebió un sorbo de café mientras contemplaba su terreno, reconfortado por la sensación de seguridad que le conferÃa. Bajo el manto blanco se extendÃa una capa de tierra que pertenecÃa a los Banning desde hacÃa cien años. Las autoridades lo apresarÃan y seguramente lo ejecutarÃan, pero sus tierras perdurarÃan y proporcionarÃan sustento a su familia.
Mack, su sabueso mapachero, salió de su sopor y se reunió con él en el porche. Pete le frotó la cabeza al tiempo que le hablaba.
Las cápsulas de algodón, a punto de reventar, pedÃan a gritos que las recogieran, y pronto una cuadrilla de peones del campo montarÃa en los remolques para que los transportaran a las hectáreas más alejadas. De pequeño, Pete viajaba en el carro con los negros y arrastraba un saco de algodón doce horas al dÃa. Los Banning eran agricultores y terratenientes, pero también trabajadores, no hacendados aburguesados con vidas decadentes a costa del sudor ajeno.
Tomó otro trago mientras observaba cómo la nieve recién caÃda se tornaba aún más blanca conforme el cielo se iluminaba. A lo lejos, más allá del establo, oÃa las voces de los negros, que se congregaban en el cobertizo de los tractores, preparándose para otra larga jornada. Eran hombres y mujeres a los que conocÃa de toda la vida, peones pobres de solemnidad cuyos antepasados habÃan trabajado las mismas tierras a lo largo de un siglo. ¿Qué serÃa de ellos después del asesinato? Su existencia apenas se verÃa afectada, en realidad. HabÃan sobrevivido con poco y no sabÃan hacer otra cosa. Al dÃa siguiente, se reunirÃan a la misma hora, en el mismo lugar, aturdidos y en silencio, y cuchichearÃan en torno al fuego antes de encaminarse hacia los campos, preocupados, sin duda, pero también ansiosos por llevar a cabo sus tareas y cobrar sus jornales. La cosecha seguirÃa adelante, ininterrumpida y abundante.
Pete apuró el café, depositó la taza sobre la barandilla del porche y encendió un cigarrillo. Pensó en sus hijos. Joel cursaba el último año en Vanderbilt, y Stella, segundo en Hollins. Se alegró de que ambos se encontraran lejos. Casi sentÃa el miedo y la vergüenza que se apoderarÃa de ellos cuando su padre estuviera preso, pero confiaba en que lo superarÃan, al igual que los jornaleros. Eran personas inteligentes y equilibradas, y las tierras siempre serÃan suyas. TerminarÃan sus estudios, se casarÃan con personas de buena familia y prosperarÃan.
Mientras fumaba, cogió la taza, regresó a la cocina y se acercó al teléfono para llamar a Florry, su hermana. Era miércoles, el dÃa que desayunaban juntos, y Pete le confirmó que no tardarÃa en llegar. Tiró los posos, encendió otro cigarrillo y cogió la cazadora que colgaba de un gancho junto a la puerta. Atravesó el patio de atrás con Mack hasta un sendero que discurrÃa al lado de la huerta donde Nineva y Amos cultivaban una gran cantidad de verduras y hortalizas para alimentar a los Banning y sus empleados. Al pasar por delante del establo, oyó que Amos hablaba a las vacas que estaba a punto de ordeñar. Pete le dio los buenos dÃas, e intercambiaron impresiones sobre un cerdo gordo que habÃan elegido para la matanza del sábado siguiente.
Reanudó la marcha sin cojear, aunque le dolÃan las piernas. En el cobertizo de los tractores, los negros charlaban y bebÃan café en tazas de hojalata alrededor del fuego. Cuando repararon en su presencia, se quedaron callados. Varios lo saludaron con un «buenos dÃas, señor Banning», y él les dirigió unas palabras. Los hombres llevaban pantalones de peto raÃdos y sucios; las mujeres, vestidos largos y sombreros de paja. Todos iban descalzos. Los niños y adolescentes estaban sentados cerca de un remolque, acurrucados bajo una manta, con los ojos soñolientos y expresión solemne, horrorizados ante la perspectiva de pasarse otro largo dÃa recogiendo algodón.
En la finca de los Banning habÃa una escuela para negros, hecha posible gracias a la generosidad de un judÃo rico de Chicago, y el padre de Pete habÃa aportado suficientes fondos de contrapartida para su construcción. Los Banning insistÃan en que todos los niños de color de la hacienda estudiaran por lo menos hasta octavo curso. Sin embargo, en octubre, cuando lo único que importaba era la cosecha, la escuela cerraba sus puertas y los alumnos trabajaban en los campos.
Pete consultó en voz baja a Buford, su capataz blanco. Hablaron sobre el tiempo, el tonelaje recogido el dÃa anterior y el precio del algodón en la lonja de Memphis. Durante la temporada de cosecha, nunca habÃa recolectores suficientes, y Buford contaba con la llegada de una camioneta cargada de trabajadores blancos de Tupelo. Los esperaba el dÃa anterior, pero no se habÃan presentado. CorrÃa el rumor de que un granjero, a unos tres kilómetros de allÃ, ofrecÃa cinco centavos más por libra, pero esa clase de habladurÃas proliferaba en época de cosecha. Las cuadrillas de recogida trabajaban duro un dÃa, desaparecÃan al siguiente y luego regresaban a medida que los precios fluctuaban. Los negros, en cambio, no tenÃan la posibilidad de ofrecer sus servicios al mejor postor, y los Banning eran conocidos por pagar a todos por igual.
Los dos tractores John Deere arrancaron con un petardeo, y los peones subieron a los remolques. Pete los vio alejarse por entre la nieve recién caÃda, meciéndose y bamboleándose, hasta que los perdió de vista.
Encendió otro cigarrillo y, con Mack a su lado, dejó atrás el cobertizo y enfiló un camino de tierra. Florry vivÃa a kilómetro y medio, en su parte de la finca, y últimamente Pete siempre iba a verla a pie. Aunque el ejercicio le resultaba doloroso, los médicos le habÃan asegurado que las caminatas largas le fortalecerÃan las piernas y que quizá el dolor remitirÃa con el tiempo. Él lo dudaba y aceptaba el hecho de que aquel ardor y aquellas punzadas en las extremidades inferiores lo acompañarÃan durante el resto de su vida, una vida que se sentÃa afortunado de conservar. Unos años atrás lo habÃan dado por muerto, y en realidad habÃa visto muy de cerca su fin, por lo que consideraba que cada dÃa era un regalo.
Hasta ese momento. Aquel serÃa el último dÃa de su vida tal como la conocÃa y lo tenÃa asumido. No le quedaba más remedio.
Florry vivÃa en una casita de campo rosa que habÃa hecho construir cuando su madre falleció y heredaron las tierras. Era una aficionada a la poesÃa sin interés alguno por la agricultura, pero sà por los ingresos que esta generaba. Su parcela del terreno, de dos kilómetros cuadrados y medio, era tan fértil como la de Pete, a quien se la arrendaba a cambio de la mitad de los beneficios. Se trataba de un acuerdo verbal, tan firme como un contrato de muchas páginas y basado en una confianza implÃcita.
Cuando Pete llegó, su hermana estaba en el patio trasero, paseándose por la pajarera de malla de alambre y tela metálica mientras esparcÃa pienso y chachareaba con su colección de loros, periquitos y tucanes. Junto al santuario de aves habÃa una jaula más pequeña donde tenÃa una docena de gallinas. Sus dos golden retrievers se hallaban sentados en la hierba, observando la escena sin el menor interés por las aves exóticas. La casa de Florry estaba repleta de gatos, seres a los que ni Pete ni los perros profesaban aprecio.
Pete señaló un lugar del porche delantero en el que ordenó a Mack que lo esperara y entró. Marietta estaba atareada en la cocina, y la casa olÃa a tocino frito y tortas de maÃz. Pete le dio los buenos dÃas y se sentó a la mesa del desayuno. La criada le sirvió un café mientras él se ponÃa a leer el periódico matinal de Tupelo. El viejo gramófono del salón reproducÃa los gritos de angustia operÃstica de una soprano. Pete a menudo se preguntaba cuántos vecinos más del condado de Ford escucharÃan ópera.
Cuando Florry terminó de alimentar a los pájaros, entró por la puerta de atrás, saludó a su hermano y tomó asiento frente a él. No intercambiaron abrazos ni otras muestras de afecto. Quienes conocÃan a los Banning los consideraban frÃos y distantes, en absoluto cariñosos y poco dados a la emotividad. Era cierto, pero no deliberado; sencillamente los habÃan criado asÃ.
Florry tenÃa cuarenta y ocho años, y habÃa sobrevivido a un matrimonio breve y desgraciado cuando era joven. Era una de las pocas divorciadas del condado, por lo que la miraban por encima del hombro, como si adoleciera de alguna tara y quizá también de una moral dudosa. Tampoco es que le importara. TenÃa pocos amigos y rara vez salÃa de la finca. Muchos la llamaban «Doña Pájaros» a sus espaldas, y no de un modo afectuoso.
Marietta les sirvió unas tortillas gruesas con tomate y espinacas, y tortas de maÃz bañadas en mantequilla, tocino y mermelada de fresa. Salvo el café, el azúcar y la sal, todo lo que habÃa encima de la mesa procedÃa de la hacienda.
—Ayer recibà una carta de Stella —declaró Florry—. Al parecer le va bien, aunque tiene el cálculo atravesado. Prefiere la literatura y la historia. Me recuerda mucho a mÃ.
Se suponÃa que los hijos de Pete debÃan mandar al menos una carta por semana a su tÃa, que les escribÃa al menos dos veces por semana. Pete, poco partidario de las misivas, les habÃa asegurado que no hacÃa falta. Sin embargo, escribir a su tÃa era una obligación.
—No he tenido noticias de Joel —añadió ella.
—Debe de andar muy ocupado —aventuró Pete al tiempo que pasaba una página del periódico—. ¿Sigue saliendo con esa chica?
—Supongo. Es demasiado joven para una relación amorosa, Pete. DeberÃas decirle algo.
—No me hará caso. —Pete tomó un bocado de tortilla—. Solo quiero que se dé prisa en graduarse. Estoy harto de pagar sus clases.
—Me imagino que la cosecha va bien —comentó ella. Apenas habÃa tocado el desayuno.
—PodrÃa ir mejor, y el precio volvió a caer ayer. Hay un exceso de algodón este año.
—El precio sube y baja, ¿no? Cuando está alto, no hay algodón suficiente, y cuando está bajo, hay demasiado. Sea como sea, sales perdiendo.
—Supongo. —HabÃa acariciado la idea de advertir a su hermana de lo que iba a ocurrir, pero sabÃa que ella no reaccionarÃa bien, que le suplicarÃa que no lo hiciera, se pondrÃa histérica y se enzarzarÃan en una discusión, cosa que hacÃa años que no sucedÃa. El asesinato afectarÃa a su vida de manera radical y, por un lado, la compadecÃa y sentÃa que le debÃa una explicación. Por otro, sin embargo, sabÃa que era algo imposible de explicar, y que intentarlo no servirÃa de nada.
Le costaba asimilar que aquella podÃa ser la última vez que comieran juntos, aunque, por otra parte, esa mañana casi todas las cosas las estaba haciendo por última vez.
Se vieron obligados a entablar una conversación sobre el tiempo que se prolongó unos minutos. Según el calendario agrÃcola, las dos semanas siguientes serÃan frescas y secas, ideales para la cosecha. Cuando Pete le expuso las mismas preocupaciones acerca de la escasez de mano de obra, ella le recordó que era una queja habitual todas las temporadas. De hecho, la semana anterior, mientras desayunaban tortilla, él se habÃa lamentado de la falta de temporeros.
Pete era poco inclinado a entretenerse durante las comidas, sobre todo en un dÃa aciago como ese. HabÃa pasado hambre durante la guerra y sabÃa que el cuerpo necesitaba muy poco para sobrevivir. Su constitución delgada no le sobrecargaba las piernas. Mordisqueó un trozo de tocino, bebió un sorbo de café, pasó otra página y escuchó a Florry explayarse sobre un primo suyo que acababa de morir a los noventa años, demasiado joven en su opinión. Con la muerte rondándole el pensamiento, Pete se preguntó qué dirÃa de él el periódico de Tupelo los dÃas siguientes. PublicarÃan artÃculos, tal vez muchos, pero él no albergaba el menor deseo de atraer la atención. A pesar de todo, era inevitable, y temÃa que se desatara una ola de sensacionalismo.
—Apenas has probado bocado —observó ella—. Y te veo algo delgado.
—No tengo mucho apetito —respondió él.
—¿Cuánto estás fumando?
—Lo que me apetece.
TenÃa cuarenta y tres años, pero aparentaba más, al menos según ella. Su cabello, espeso y negro, empezaba a encanecer por encima de las orejas, y le estaban saliendo largas arrugas en la frente. El soldado joven y gallardo que habÃa partido a la guerra envejecÃa muy deprisa. Aunque los recuerdos y las secuelas le pesaban, se los guardaba para sÃ. Los horrores a los que habÃa sobrevivido nunca salÃan a relucir, al menos por iniciativa suya.
Una vez al mes, hacÃa el esfuerzo de preguntar a su hermana por sus composiciones, por sus poesÃas. HabÃan publicado algunas en revistas literarias poc