I
Siempre he querido escribir la historia que me contó la fotógrafa, pero no hubiera podido hacerlo sin su permiso o su connivencia: las historias de los otros son territorio inviolable, o asà me ha parecido siempre, porque muy a menudo hay en ellas algo que define o informa una vida, y robarlas para escribirlas es mucho peor que revelar un secreto. Ahora, por razones que no importan, ella me ha permitido esa usurpación, y sólo ha pedido a cambio que yo cuente la historia tal como ella me la contó esa noche: sin retoques, sin adornos, sin fuegos artificiales, pero también sin artificiales sordinas. «Comience donde comienzo yo», me dijo. «Comience con mi llegada al hato, cuando vi a la mujer.» Y eso me dispongo a hacer aquÃ, y lo haré con plena conciencia de que soy la forma que ella ha encontrado de ver su historia contada por otro y asà entender, o tratar de entender, algo que se le ha escapado siempre.
La fotógrafa tenÃa un nombre largo y largos eran sus apellidos, pero todos le decÃan Jota. Se habÃa convertido con los años en una suerte de leyenda, una de esas personas de las que se saben cosas: que siempre vestÃa de negro; que no se tomarÃa un aguardiente ni para salvar la vida. Se sabÃa que hablaba sin prisas con la gente antes de sacar la cámara del morral, y más de una vez los periodistas escribieron sus crónicas con el material de lo que ella recordaba, no con lo que ellos habÃan logrado averiguar; se sabÃa que los otros fotógrafos la seguÃan o la espiaban, creyendo que no se daba cuenta, y solÃan pararse detrás de ella en el intento vano de ver lo que ella veÃa. HabÃa fotografiado la violencia con más asiduidad (y también con más empatÃa) que ningún otro reportero gráfico, y suyas eran las imágenes más desgarradoras de nuestra guerra: la de la iglesia destrozada por un cilindro de gas de la guerrilla entre cuyos escombros sin techo llora una anciana; la del brazo de una joven con las iniciales, marcadas a cuchillo y ya cicatrizadas, del grupo paramilitar que habÃa asesinado a su hijo en su presencia. Ahora las cosas eran distintas en ciertas zonas afortunadas: la violencia estaba en retirada y la gente volvÃa a conocer algo parecido a la tranquilidad. A Jota le gustaba visitar esos lugares cuando podÃa: para descansar, para huir de su rutina o simplemente para ser testigo de primera mano de aquellas transformaciones que en otros tiempos habrÃan parecido ilusorias.
Asà fue como llegó al hato Las Palmas. El hato era lo que habÃa sobrevivido de las noventa mil hectáreas que alguna vez pertenecieron a sus anfitriones. Los Galán nunca habÃan salido de los Llanos ni tenÃan proyectos de rehacer la casa vieja, y vivÃan satisfechos allÃ, moviéndose descalzos por el suelo de tierra sin espantar a las gallinas. Jota los conocÃa porque habÃa visitado la misma casa veinte años atrás. Por entonces, los Galán le habÃan alquilado la habitación de una de sus hijas, que ya se habÃan ido a estudiar AgronomÃa a Bogotá, y desde la ventana Jota veÃa el espejo de agua, que era como llamaban a un rÃo de unos cien metros de ancho, tan tranquilo que más parecÃa una laguna; los chigüiros cruzaban el rÃo sin que la corriente los desviara, y en medio del agua se asomaba a veces, flotando inmóvil, una babilla aburrida.
Ahora, en esta segunda visita, Jota no dormirÃa en esa habitación llena de cosas ajenas, sino en la cómoda neutralidad de un cuarto de huéspedes con dos camas y una mesita de noche entre ellas. (Pero ella sólo usarÃa una, y hasta le costó escoger cuál). Todo lo demás seguÃa igual que antes: ahà estaban los chigüiros y las babillas, y el agua tranquila, cuya quietud se habÃa agravado por la sequÃa. Sobre todo, ahà estaba la gente: porque los Galán, tal vez por su renuencia a salir del hato más que para comprar insumos, se las habÃan ingeniado para que el mundo viniera a ellos. Su mesa, un tablón enorme al lado de la cocina de carbón, estaba invariablemente llena de gente de todas partes, visitantes de los hatos vecinos o de Yopal, amigos de sus hijas con o sin ellas, zoólogos o veterinarios o ganaderos que venÃan a hablar de sus problemas. Asà era también esta vez. La gente manejaba dos o tres horas para venir a ver a los Galán; Jota habÃa manejado siete, y lo habÃa hecho con gusto, tomándose el tiempo de descansar cuando ponÃa gasolina, abriendo las ventanas de su campero viejo para disfrutar los cambios de olor de la carretera. Algunos lugares tenÃan cierto magnetismo, acaso injustificado (es decir, hecho con nuestras mitologÃas y nuestras supersticiones). Para Jota, Las Palmas era uno de ellos. Y esto buscaba: unos cuantos dÃas de quietud entre pájaros con pico de cuchara e iguanas que bajaban de los árboles para comer mangos caÃdos, en un lugar que en otros tiempos habÃa sido territorio de violencias.
De manera que allà estaba la noche de su llegada, comiendo carne con troncos de plátano debajo de un tubo de luz blanca y sentada junto a una docena de desconocidos que, visiblemente, eran desconocidos también entre ellos. Estaba hablando de cualquier cosa —de cómo esta zona se habÃa pacificado, de cómo ya no habÃa extorsiones y era raro que se robaran el ganado— cuando oyó el saludo de una mujer que ac