I. El sueño de Marisa
¿HabÃa despertado o seguÃa soñando? Aquel calorcito en su empeine derecho estaba siempre allÃ, una sensación insólita que le erizaba todo el cuerpo y le revelaba que no estaba sola en esa cama. Los recuerdos acudÃan en tropel a su cabeza pero se iban ordenando como un crucigrama que se llena lentamente. HabÃan estado divertidas y algo achispadas por el vino después de la comida, pasando del terrorismo a las pelÃculas y a los chismes sociales, cuando, de pronto, Chabela miró el reloj y se puso de pie de un salto, pálida: «¡El toque de queda! ¡Dios mÃo, ya no me da tiempo a llegar a La Rinconada! Cómo se nos ha pasado la hora». Marisa insistió para que se quedara a dormir con ella. No habrÃa problema, Quique habÃa partido a Arequipa por el directorio de mañana temprano en la cervecerÃa, eran dueñas del departamento del Golf. Chabela llamó a su marido. Luciano, siempre tan comprensivo, dijo que no habÃa inconveniente, él se encargarÃa de que las dos niñas salieran puntualmente a tomar el ómnibus del colegio. Que Chabela se quedara nomás donde Marisa, eso era preferible a ser detenida por una patrulla si infringÃa el toque de queda. Maldito toque de queda. Pero, claro, el terrorismo era peor.
Chabela se quedó a dormir y, ahora, Marisa sentÃa la planta de su pie sobre su empeine derecho: una leve presión, una sensación suave, tibia, delicada. ¿Cómo habÃa ocurrido que estuvieran tan cerca una de la otra en esa cama matrimonial tan grande que, al verla, Chabela bromeó: «Pero, vamos a ver, Marisita, me quieres decir cuántas personas duermen en esta cama gigante»? Recordó que ambas se habÃan acostado en sus respectivas esquinas, separadas lo menos por medio metro de distancia. ¿Cuál de ellas se habÃa deslizado tanto en el sueño para que el pie de Chabela estuviera ahora posado sobre su empeine?
No se atrevÃa a moverse. Aguantaba la respiración para no despertar a su amiga, no fuera que retirara el pie y desapareciera aquella sensación tan grata que, desde su empeine, se expandÃa por el resto de su cuerpo y la tenÃa tensa y concentrada. Poquito a poco fue divisando, en las tinieblas del dormitorio, algunas ranuras de luz en las persianas, la sombra de la cómoda, la puerta del vestidor, la del baño, los rectángulos de los cuadros de las paredes, el desierto con la serpiente-mujer de Tilsa, la cámara con el tótem de Szyszlo, la lámpara de pie, la escultura de Berrocal. Cerró los ojos y escuchó: muy débil pero acompasada, ésa era la respiración de Chabela. Estaba dormida, acaso soñando, y era ella entonces, sin duda, la que se habÃa acercado en el sueño al cuerpo de su amiga.
Sorprendida, avergonzada, preguntándose de nuevo si estaba despierta o soñando, Marisa tomó por fin conciencia de lo que su cuerpo ya sabÃa: estaba excitada. Aquella delicada planta del pie calentando su empeine le habÃa encendido la piel y los sentidos y, seguro, si deslizaba una de sus manos por su entrepierna la encontrarÃa mojadita. «¿Te has vuelto loca?», se dijo. «¿Excitarte con una mujer? ¿De cuándo acá, Marisita?» Se habÃa excitado a solas muchas veces, por supuesto, y se habÃa masturbado también alguna vez frotándose una almohada entre las piernas, pero siempre pensando en hombres. Que ella recordara, con una mujer ¡jamás de los jamases! Sin embargo, ahora lo estaba, temblando de pies a cabeza y con unas ganas locas de que no sólo sus pies se tocaran sino también sus cuerpos y sintiera, como aquel empeine, por todas partes la cercanÃa y la tibieza de su amiga.
Moviéndose ligerÃsimamente, con el corazón muy agitado, simulando una respiración que se pareciera a la del sueño, se ladeó algo, de modo que, aunque no la tocara, advirtió que ahora sà estaba apenas a milÃmetros de la espalda, las nalgas y las piernas de Chabela. Escuchaba mejor su respiración y creÃa sentir un vaho recóndito que emanaba de ese cuerpo tan próximo, llegaba hasta ella y la envolvÃa. A pesar de sà misma, como si no se diera cuenta de lo que hacÃa, movió lentÃsimamente la mano derecha y la posó sobre el muslo de su amiga. «Bendito toque de queda», pensó. Sintió que su corazón se aceleraba: Chabela se iba a despertar, iba a retirarle la mano: «Aléjate, no me toques, ¿te has vuelto loca?, qué te pasa». Pero Chabela no se movÃa y parecÃa siempre sumida en un profundo sueño. La sintió inhalar, exhalar, tuvo la impresión de que aquel aire venÃa hacia ella, le entraba por las narices y la boca y le caldeaba las entrañas. Por momentos, en medio de su excitación, qué absurdo, pensaba en el toque de queda, los apagones, los secuestros —sobre todo el de Cachito— y las bombas de los terroristas. ¡Qué paÃs, qué paÃs!
Bajo su mano, la superficie de ese muslo era firme y suave, ligeramente húmeda, acaso por la transpiración o alguna crema. ¿Se habÃa echado Chabela antes de acostarse alguna de las cremas que Marisa tenÃa en el baño? Ella no la habÃa visto desnudarse; le alcanzó un camisón de los suyos, muy corto, y ella se cambió en el vestidor.