1
Derribe este muro
Septiembre de 2012
Poco antes de las nueve de una radiante mañana otoñal en BerlÃn, Geoffrey Kiprono Mutai se preparaba para correr una maratón más rápido de lo que cualquier ser humano —incluido él— la habÃa corrido nunca. Era un reto descabellado y audaz el de llevar su cuerpo hasta tal extremo, y sentÃa que los muros de su objetivo se le venÃan encima. Años de sufrimiento para esta oportunidad única. La cabeza llena de voces enfrentadas, entre las que se imponÃa la que gritaba: «¡Ojalá empezásemos a correr ya!».
Mutai mide un metro setenta y pesa 57 kilos. Tiene un rostro ancho y expresivo, con la frente alta, orejas de duende y dientes largos y brillantes. Suele mostrarse afable y divertido, ávido de noticias y cotilleos, con una sonrisa resplandeciente siempre a punto. Pero ahora, en ese momento solemne, parecÃa tan vulnerable como un niño abandonado.
Tras él tenÃa a unos 41.000 corredores. Apretujados, se balanceaban al compás como el mar en calma contra el malecón. Entretanto, a la cabeza de la multitud, junto a Mutai habÃa dos docenas de atletas profesionales cuyas vidas —como la del propio Mutai— quedarÃan marcadas irrevocablemente por los minutos siguientes. Mientras Mutai corrÃa sus últimos esprines de calentamiento, se le notaba la piel de gallina del pecho a través de la camiseta de color naranja sanguina: los nervios, el frÃo o ambos.
Trató de quitarse presión diciéndose que no necesitaba ganar la carrera, ni hacer historia, para ser feliz. «Cualquier lugar en el podio estarÃa bien —le decÃa esta voz razonable—. La maratón es muy dura. Puede pasar cualquier cosa.»
SabÃa que se estaba engañando a sà mismo. SÃ, era cierto que en una maratón podÃa pasar cualquier cosa, y habÃa muchas circunstancias que en principio escapaban al control del atleta, incluida la reacción del cuerpo al estrés de la carrera. Ningún atleta, ni siquiera un campeón, sabÃa cuándo un calambre o una lesión podÃan dar al traste con sus posibilidades. Mutai se contó a sà mismo una mentira piadosa: «Con mi esfuerzo basta». SabÃa que solo el triunfo lo satisfarÃa, e incluso era posible que ni con eso bastara, pero esta evasión mental de alguna manera lo ayudaba a relajarse. Necesitaba relajarse. SabÃa bien que unas piernas tensas no se mueven.
Rezó sus plegarias habituales, pidiendo clemencia, fortaleza y coraje. Y pidiendo también que sus piernas fibrosas y veteranas, que acumulaban decenas de miles de kilómetros de entrenamiento, lo impulsaran otros 42 kilómetros y 195 metros. Pero no pidió un milagro. Nunca le pedÃa milagros a Dios.
Ahora estaba rodeado de sonrisas: la efervescencia de la expectación. Él tampoco pudo evitar sonreÃr. Aunque estaba deseando que sonase el pistoletazo de salida, siempre habÃa una parte de él que disfrutaba de estos segundos intensos y eléctricos: la parte que tenÃa de guerrero. Estaba a punto de competir. SÃ, las miradas de la ciudad, de todo el deporte, estaban puestas en él. ¿HabÃa un lugar mejor? En unos instantes, sin pronunciar palabra, darÃa lo mejor de sà mismo en el escenario más grandioso que cabÃa imaginar. Si la carrera transcurrÃa como la habÃa soñado, se convertirÃa no solo en plusmarquista mundial, sino en un hombre alabado. Todo en poco más de dos horas.
Mutai es keniano, y pertenece a los pueblos de los kalenjins y los kipsigis.[1] Nació en la aldea de Equator, situada a más de 2.700 metros de altitud, en la exuberante sierra de la escarpadura occidental del valle del Rift y, como su propio nombre indica, sobre la lÃnea que separa los hemisferios. Es marido, padre, hijo, nieto, sobrino, primo, entrenador, hombre de negocios y potentado. Un hombre rico que creció sin zapatos.
A medida que los minutos se iban convirtiendo en segundos, mientras Mutai pateaba la lÃnea de salida de BerlÃn con sus livianas zapatillas Adidas de competición, era consciente de que de él dependÃa la ropa, el alojamiento y el transporte de decenas de atletas menos exitosos. SabÃa que su familia dependÃa de él: las casas, la comida, los televisores, el pago de las escuelas de sus hijos y de los coches. Asimismo, sabÃa que, en esta carrera, además de poder ganar los 40.000 euros de la primera plaza y otros 80.000 de las bonificaciones por tiempos (30.000 euros si el tiempo era inferior a 2:04:30; 50.000 euros adicionales si batÃa el récord del mundo), si obtenÃa la victoria en BerlÃn, también tendrÃa la posibilidad de hacerse con un bote de 500.000 dólares por ganar el premio acumulativo correspondiente a las World Marathon Majors de la temporada 2011-2012. A eso habrÃa que sumar las primas de su patrocinador, Adidas, en caso de que ganara o batiera el récord del mundo. Aun descontando los honorarios de su agente, podÃa ganar más de un millón de dólares en esa mañana. En su paÃs natal, su familia y amigos estarÃan reunidos alrededor del televisor, expectantes.
En estos últimos instantes de calma, Mutai apartó los pensamientos impuros y la multitud de voces que pugnaban en su cabeza y trató de concentrarse. Los psicólogos hablan de la existencia de un estado de acción instintiva tipo zen en el cual se alcanzan los mayores logros deportivos. Lo llaman Flow. El ciclista francés Jean Bobet describió una experiencia similar, aunque distinta, que llamó la Volupté, y que era «delicada, Ãntima y efÃmera. Llega, se apodera de ti, te arrastra y se desvanece. Es algo personal. Una combinación de velocidad y soltura, fuerza y delicadeza. Es pura felicidad».[2]
Mutai utiliza su propia expresión: el EspÃritu. Tal y como Mutai lo entiende, soportaba la extrema dureza de su régimen de entrenamiento —doscientos despiadados kilómetros por semana— para alcanzar esa sensación. Miles de horas de sufrimiento para unos minutos de dulzura: velocidad y soltura, fuerza y delicadeza. «Cuanto más duro te entrenas —decÃa Mutai—, más alcanzas el EspÃritu … Se apodera de ti.» Hasta entonces, en su carrera, el EspÃritu le habÃa proporcionado el coraje para reinventar el deporte de la maratón y para destruir las ideas previas de lo que era posible y lo que no; para perder el miedo y traspasa