A BRICK WALL
De chico, en Pringles, yo iba mucho al cine. No todos los dÃas, pero nunca veÃa menos de cuatro o cinco pelÃculas por semana. Cuatro o seis, deberÃa decir, porque eran funciones dobles, nadie pagaba la entrada por ver una sola pelÃcula. Los domingos iba toda la familia, a las cinco de la tarde, a la función llamada «ronda». HabÃa dos cines para elegir, con programas diferentes. Daban, como digo, dos pelÃculas, una importante (el «estreno», aunque no sé por qué se la llamaba asÃ, ya que todas eran estrenos para nosotros), precedida por otra de relleno. Pero yo a veces, o casi siempre, iba también a la función matinée, los domingos a la una, también dos pelÃculas, para el público infantil, pero en aquel entonces no habÃa un género infantil especÃfico en cine, asà que eran pelÃculas comunes, westerns, aventuras, ese tipo de cosas (y alcancé a ver algunos seriales, como Fu Manchú o El Zorro, de los que recuerdo). Un poco mayor, a los doce años, empecé a ir de noche también, los sábados (programa distinto) o los viernes (el mismo programa del domingo «ronda», pero como habÃa dos cines…), o incluso noches de semana. Y a partir de cierto momento en uno de los cines empezaron a dar continuados de cine nacional los martes, toda la tarde. ¿Cuántas pelÃculas habré visto? No es serio hacer cuentas, pero a cuatro pelÃculas por semana son doscientas al año, como mÃnimo, y si ese régimen lo mantuve desde los ocho a los dieciocho años, suman dos mil pelÃculas. Menos serio que hacer una cuenta de ese tipo es seguir haciéndola hasta las últimas consecuencias: dos mil pelÃculas de hora y media suman tres mil horas, o sea ciento veinticinco dÃas, cuatro meses largos de cine ininterrumpido. Cuatro meses. Esto puede dar una imagen más concreta que el número desnudo; aunque tiene el inconveniente de hacer pensar en una sola larguÃsima y torturante pelÃcula, cuando fueron dos mil, todas distintas, intercaladas en una larga infancia, ansiosamente esperadas, y después criticadas, comparadas, contadas, recordadas. Sobre todo recordadas; almacenadas como el variado tesoro que eran. De eso puedo dar fe. Esas dos mil pelÃculas siguen vivas en mÃ, vivas con una vida extraña, de resurrecciones, de apariciones, como una historia de fantasmas.
Muchas veces me han elogiado la memoria, o se han pasmado del detalle con que recuerdo conversaciones o hechos o libros (o pelÃculas) de cuarenta o cincuenta años atrás. Pero lo que admiren o critiquen otros no cuenta, porque lo que uno recuerda, y cómo lo recuerda, uno mismo es el único que lo sabe.
Justamente por eso (porque si no lo escribo yo no lo va a escribir nadie), no tanto por combatir «el fastidio de la vida de hotel», empecé a escribir esto, para dar cuenta de la curiosa circunstancia que se dio anoche con una pelÃcula. Debo aclarar que estoy en Pringles, y en un hotel; es la primera vez que me alojo en un hotel en mi pueblo natal; sucede que volvà para ver a mi madre que está prostrada por una caÃda, y me alojé en el Avenida porque su pequeño departamento está ocupado por las acompañantes que la atienden. Anoche, cambiando de canales en el televisor, caà sobre una pelÃcula vieja, en blanco y negro, inglesa (el volante de los autos estaba a la derecha), ya empezada pero en sus preliminares —un aficionado experimentado reconoce los comienzos de pelÃcula con sólo ver un par de tomas— algo me olió conocido, y a los pocos segundos, al ver a George Sanders, confirmé mi sospecha: era El pueblo de los malditos, Village of the Damned, que yo habÃa visto cincuenta años atrás, en el mismo Pringles donde estaba ahora, a doscientos metros del hotel, en el cine San MartÃn, que ya no existe. Desde entonces nunca la habÃa vuelto a ver, pero la tenÃa muy presente. Verla ahora, de pronto, sin aviso, era un oportuno regalo del azar. No era la primera vez que volvÃa a ver una pelÃcula que recordaba de la infancia, en la televisión o en video. Pero ésta tuvo algo especial, quizás porque la estaba viendo en Pringles.
La pelÃcula, como lo sabe cualquier cinéfilo (es un clásico menor), trata de un pueblito al que una fuerza desconocida paraliza un dÃa, sus habitantes se duermen, cuando se despiertan las mujeres están embarazadas, y nueve meses después dan a luz. Pasan unos diez años, y esos niños empiezan a mostrar sus terribles poderes. Son todos muy parecidos: rubios, aplomados, frÃos, se visten de modo muy formal, andan siempre en grupo y no se juntan con otros chicos. Su poder consiste en dominar la voluntad del hombre o mujer que enfocan con los ojos que se encienden como lamparitas eléctricas. No vacilan en poner en práctica este dominio, del modo más drástico. A un hombre que los acecha con una escopeta, lo obligan por telepatÃa a meterse el caño de la escopeta en la boca y volarse los sesos.
George Sanders, que es el «padre» de uno de estos niños, se hace cargo, los estudia, y llega a la conclusión de que no hay más remedio que eliminarlos. Ellos, por su parte, no ocultan que su propósito es adueñarse del mundo y aniquilar a la humanidad. Sus poderes aumentan a medida que crecen. Pronto serán invulnerables; ya casi lo son, porque pueden leer el pensamiento y anticiparse a cualquier ataque. (En Rusia ha habido un caso semejante, que las autoridades soviéticas resolvieron a su manera: mediante un bombardeo de saturación mataron a los niños malditos junto al resto de los habitantes del pueblo afectado.)
El protagonista, en su casa, se pregunta qué hacer. O, mejor dicho, cómo hacerlo. Sabe que cualquier plan de acción que emprenda tendrá que estar en su mente, lo que lo hará legible para los niños no bien se les acerque. Se dice a sà mismo que tendrÃa que interponer entre él y ellos un muro sólido… Se lo dice mirando la pared del living de su casa, al costado de la chimenea, decorada con falsos ladrillos, y murmura: «Una pared de ladrillos…». A brick wall…
En ese momento la cámara sigue su mirada, y enfoca durante un momento la pared de ladrillos. Esa toma fija de una pared de ladrillos, mientras la voz decÃa, justamente, «una pared de ladrillos», fue lo que me cautivó. En el cine que yo veÃa entonces, en Pringles, cada imagen, cada palabra, cada gesto, tenÃa sentido. Una mirada, un silencio, una demora casi imperceptible, anunciaba la traición o el amor o la existencia de un secreto. Una tos bastaba para que ese personaje muriera o quedara al borde de la muerte, aunque hasta entonces hubiera mostrado una salud perfecta. Mis amigos y yo nos habÃamos hecho expertos en descifrar esa perfecta economÃa de signos. Al menos a nosotros nos parecÃa perfecta, en contraste con el caos indistinto de signos y significados que era la realidad. Todo era indicio, pista. Las pelÃculas, fueran del género que fueran, eran novelas policiales. Salvo que en las novelas policiales, como yo lo aprenderÃa más o menos por la misma época, las pistas genuinas estaban disimuladas en medio de las falsas, y estas pistas falsas, necesarias para despistar al lector, eran informaciones gratuitas, sin consecuencias. Mientras que en el cine todo tenÃa valor de sentido, en un compacto que nos encantaba. Nos parecÃa una súper-realidad, o, al revés, la realidad nos parecÃa difusa, desordenada, desprovista de esa rara elegancia de concisión que era el secre