La cueva
El gigante seguÃa corriendo, pero de pronto cambió el ritmo. Ahora parecÃa avanzar a una velocidad aún mayor. Cada vez iba más rápido, y momentos después era tal la velocidad que el paisaje se veÃa borroso.
El viento azotaba las mejillas de SofÃa y hacÃa lagrimear sus ojos. Le echaba la cabeza hacia atrás y silbaba en sus oÃdos. La niña ya no notaba que los pies del gigante tocaran el suelo. TenÃa la extraña sensación de volar. Era imposible decir si pasaban por encima de tierra o del agua. Aquel gigante debÃa de tener magia en sus piernas.
Finalmente SofÃa tuvo que esconder la cabeza en la manta para que el fuerte viento no se la arrancara.
¿Era posible que cruzaran el océano? Eso le pareció a la niña, que se encogió en su manta y permaneció escuchando los aullidos de un vendaval. Y aquel misterioso camino duró, según se dirÃa, horas y horas. Hasta que, de pronto, el viento dejó de aullar y la velocidad del gigante se redujo. SofÃa sintió que sus pies volvÃan a tocar el suelo. Asomó la cabeza para echar una mirada, y se vio en un paÃs de espesos bosques y rÃos impetuosos. Ahora, el gigante corrÃa de manera más normal, si es que se puede emplear la palabra «normal» para describir el galope de un gigantón.
Saltó como una docena de rÃos, atravesó como en un susurro un extenso bosque, descendió a un valle y luego dejó atrás una cadena de colinas tan desnudas como el hormigón. Poco después trotaba por encima de un terreno desierto que no parecÃa pertenecer a este mundo. El suelo era llano y de un color amarillo pálido. Por doquier habÃa rocas azuladas, aquà y allá se alzaban árboles muertos semejantes a esqueletos. La luna habÃa desaparecido hacÃa rato y el cielo empezaba a clarear.
SofÃa, aún asomada a su manta, vio aparecer delante, y repentinamente, una montaña enorme y escarpada. TenÃa un intenso color azul, y el cielo que la rodeaba resplandecÃa de luminosidad. Entre los delicados vellones de nubes, de un blanco de escarcha, volaban partÃculas de oro muy pálido, y por un lado del horizonte asomaba el sol de la mañana, rojo como la sangre.
El gigante se detuvo al pie de la montaña. Resoplaba con fuerza y su pecho subÃa y bajaba. Necesitaba tomar aliento.
Directamente enfrente de ellos, apoyada contra la ladera de la montaña, SofÃa vio una peña redonda y maciza. Era tan grande como una casa. El gigante alargó una pierna y apartó la roca con tanta facilidad como si se tratara de una pelota de fútbol. En el sitio donde momentos antes se hallaba la piedra, apareció un impresionante agujero negro. Era tan grande que el gigante ni siquiera necesitó agachar la cabeza para entrar en él. Se introdujo en la cueva llevando todavÃa a la niña en una mano, y sosteniendo con la otra la maleta y aquella extraña trompeta.
Apenas estuvo dentro, volvió a colocar la gran piedra en su sitio, de modo que, desde fuera, nadie podÃa descubrir la entrada de su refugio secreto.
Cerrada la cueva, no quedaba de ella ni un reflejo de luz. Todo era negro.
SofÃa sintió que la depositaba en el suelo. El gigante habÃa soltado la manta, y sus pisadas se alejaron. La niña permaneció sent