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Rover miró fijamente el blanco suelo de hormigón de aquella celda rectangular de once metros cuadrados. Mordió con fuerza presionando sobre el diente de oro que sobresalÃa ligeramente en la mandÃbula inferior. HabÃa llegado a la parte difÃcil de la confesión. El único sonido que se apreció en la celda fue el de sus uñas rascando la Virgen que llevaba tatuada en el antebrazo. El joven sentado con las piernas cruzadas en la cama situada frente a él habÃa permanecido en silencio desde que Rover habÃa entrado. Se limitaba a asentir y sonreÃr con una sonrisa satisfecha de Buda a la vez que mantenÃa la mirada fija en un punto de la frente de Rover. Le llamaban Sonny y se decÃa que habÃa asesinado a dos personas cuando era adolescente, que su padre habÃa sido un policÃa corrupto y que tenÃa ciertos dones especiales. No resultaba fácil determinar si el chico le estaba prestando atención: sus ojos verdes y la mayor parte de su rostro se escondÃan tras el largo y sucio cabello, pero aquello no tenÃa importancia. Lo único que Rover deseaba era la absolución de sus pecados y la bendición de rigor para poder salir al dÃa siguiente por la puerta de la Prisión Estatal de Alta Seguridad con la sensación de haber sido redimido. No es que Rover fuera un hombre religioso. Sin embargo, eso tampoco le harÃa ningún daño cuando tenÃa de veras la intención de cambiar las cosas, de intentar honestamente llevar una vida normal. Rover respiró hondo.
—Creo que era bielorrusa. Minsk está en Bielorrusia, ¿no?
Rover alzó la mirada brevemente, pero el chico no contestó.
—Nestor la llamaba Minsk —continuó Rover—. Y me dijo que tenÃa que pegarle un tiro.
La ventaja de confesarse a alguien que tenÃa el cerebro tan destrozado era que, obviamente, no se le quedaba ningún nombre ni suceso. Era como contarse las cosas a uno mismo. Seguramente ese era el motivo por el que los que cumplÃan sentencia en la prisión estatal preferÃan a aquel joven antes que al capellán o al psicólogo.
—Nestor la mantenÃa a ella y a otras ocho chicas enjauladas en Enerhaugen. Europeas del Este y asiáticas. Muy jóvenes. Adolescentes. Al menos espero que lo fueran. Minsk, sin embargo, era algo mayor. Más fuerte. Consiguió escaparse. Pudo llegar hasta el parque de Tøyen antes de que el perro de Nestor la pillara. Uno de esos dogos argentinos. ¿Sabes cuáles son?
La mirada del chico ni se inmutó, pero levantó la mano. Se tocó la barba. Empezó a mesársela lentamente con los dedos. La manga de su sucia camisa varias tallas grande se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto costras y marcas de pinchazos. Rover prosiguió:
—Son unos putos perros albinos enormes. Matan a todo aquello que el dueño les señale. Y tampoco hace falta que se lo señalen. En Noruega son ilegales, claro. Una perrera de Rælingen los importa de Chequia registrándolos como bóxers blancos. Nestor y yo fuimos allà a comprarlo cuando era un cachorro. Más de cincuenta papeles en efectivo. Pero era tan jodidamente mono que nunca te habrÃas imaginado que…
Rover se detuvo de repente. Era consciente de que estaba hablando sin parar del perro para posponer lo que habÃa venido a hacer.
—En cualquier caso…
En cualquier caso… Rover se miró el tatuaje del otro antebrazo. Una catedral con dos chapiteles. Uno por cada sentencia cumplida. En cualquier caso, nada de eso tenÃa que ver con la confesión de ese dÃa. HabÃa estado suministrando armas de fuego a una banda de moteros, algunas de las cuales habÃa modificado en su taller de motos. Se le daba muy bien. Demasiado bien. Tanto que finalmente habÃa llamado demasiado la atención y habÃa terminado siendo detenido. Y en cualquier caso se le daba tan bien que, después de cumplir la primera condena, Nestor lo habÃa acogido bajo su ala protectora. Se encargó de comprar sus servicios en exclusiva para que sus hombres —y no aquellos moteros y demás competidores— se hicieran con las mejores armas. Le pagó más por el trabajo de un par de meses de lo que Rover ganarÃa durante toda su vida en el taller de motos. Sin embargo, Nestor pidió mucho a cambio. Demasiado.
—Estaba tirada en el bosquecillo. La sangre le salÃa a chorros. Estaba allà tirada, completamente inmóvil, mirándonos. El perro le habÃa arrancado un trozo de la cara y sus dientes estaban al descubierto. —Rover torció el gesto. Venga, al grano—. Nestor nos dijo que ya era hora de dar una buena lección, de demostrarles a las demás chicas lo que podÃa pasarles. Y que, de todas formas, Minsk ya no tenÃa ningún valor ahora que su rostro estaba… —Rover tragó saliva—. Entonces me lo pidió. Acabar con ella. Eso servirÃa para demostrar mi lealtad, ¿entiendes? Yo llevaba una antigua pistola Ruger MK II a la que le habÃa hecho algunos arreglillos. Y querÃa hacerlo. Realmente querÃa hacerlo. No fue eso…
Rover notó que se le formaba un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces habÃa pensado en aquello, repasando cada segundo de aquella noche en el parque de Tøyen, reviviendo el episodio de la chica una y otra vez, con Nestor y él mismo en los papeles protagonistas y todos los demás en calidad de testigos silenciosos? Incluso el perro estaba callado. ¿Cientos de veces? ¿Miles? Y aun asà no fue hasta ese momento, en que por primera vez lo contaba en voz alta, cuando se dio cuenta de que no habÃa sido un sueño, sino que ocurrió realmente. O mejor dicho, era como si su cuerpo no lo hubiera comprendido hasta entonces. Por eso sintió que el estómago se le revolvÃa. Rover respiró hondo por la nariz para mitigar las náuseas.
—Pero no fui capaz de hacerlo. A pesar de saber que ella iba a morir de todas formas. Ellos ya estaban preparados con el perro, y yo pensé que ella habrÃa preferido una bala. Pero fue como si el gatillo estuviera pegado con cemento. Simplemente no fui capaz de apretarlo.
El chico parecÃa asentir débilmente. O bien en respuesta a lo que le estaba contando Rover, o bien al son de la música que oÃa en el interior de su cabeza.
—Nestor dijo que no podÃamos quedarnos esperando una eternidad… Al fin y al cabo nos encontrábamos en un parque público. Entonces sacó un pequeño cuchillo curvo de la funda que llevaba sujeta a la pantorrilla, dio un paso adelante, la cogió del pelo, le levantó un poco la cabeza y simplemente deslizó la hoja del cuchillo por su cuello. Como si estuviera destripando pescado. La sangre salió a borbotones unas tres o cuatro veces, y después ella se vació. Pero ¿sabes qué es lo que mejor recuerdo? El perro. Cómo empezó a aullar al ver brotar la sangre.
Rover se inclinó hacia delante en la silla y colocó los codos sobre las rodillas. Se tapó las orejas con las manos mientras se balanceaba de un lado para otro.
—Yo no hice nada. Solo me quedé mirando. No hice una mierda. Me quedé mirando mientras la envolvÃan en una manta y la cargaban hasta el coche. La llevamos al bosque, a Østmarksetra, y arrojaron su cuerpo por la parte que da al lago de Ulsrud. Es un lugar al que la gente lleva a pasear al perro, asà que la encontraron al dÃa siguiente. El caso es que Nestor querÃa que la encontraran, ¿entiendes? QuerÃa que salieran fotos de ella en los periódicos que mostraran lo que le habÃa ocurrido. Para enseñárselo a las demás chicas.
Rover apartó sus manos de las orejas.
—Dejé de dormir porque en cuanto cerraba los ojos solo tenÃa pesadillas. Solo veÃa a la chica sin mejilla que me sonreÃa con la dentadura al descubierto. Por eso le dije a Nestor que tenÃa que dejar aquello. Le dije que ya habÃa tenido bastante de recortar los Uzi y las Glock, que lo único que querÃa era volver a arreglar motos. Llevar una vida tranquila sin estar pensando en la pasma todo el tiempo. Nestor me dijo que estaba bien. Supongo que comprendió que, en el fondo, yo no tenÃa talante de tipo duro. Pero me explicó con pelos y señales lo que me esperaba si se me ocurrÃa chivarme. Pensé que todo estaba en orden y empecé a llevar una vida normal. Rechacé todas las ofertas, aunque todavÃa guardaba algunas Uzi de puta madre. Aun asà tenÃa la sensación constante de que algo malo se estaba cociendo, ¿entiendes? Que me iban a despachar. De hecho, casi me sentà aliviado cuando la pasma me detuvo y me metió en la trena a buen recaudo. Se trataba de un viejo asunto en el que tuve un papel secundario: detuvieron a dos tipos que contaron que fui yo quien les habÃa suministrado las armas. Confesé de inmediato.
Rover rio con fuerza. Tosió. Se inclinó en la silla.
—Dentro de dieciocho horas saldré de aquÃ. No sé qué coño me espera. Lo único que sé es que Nestor sabe que voy a salir, aunque cuatro semanas antes de lo previsto. Él conoce todos los pormenores de lo que pasa aquà dentro y lo que pasa con la pasma. Asà que creo que si hubiese querido acabar conmigo podrÃa haberlo arreglado aquà en la cárcel en vez de esperar a que saliera. ¿Tú qué opinas?
Rover esperó. Silencio. El chico no parecÃa opinar absolutamente nada al respecto.
—En fin… —dijo Rover—. Una pequeña bendición no puede hacerme ningún daño, ¿verdad?
Al oÃr la palabra «bendición» se encendió una luz en la mirada del joven, que alzó la mano derecha indicándole a Rover que se acercara y se pusiera de rodillas. Rover se arrodilló sobre la pequeña alfombra que habÃa junto a la cama. Franck no dejaba que ningún otro recluso colocara alfombras en su celda; en la prisión estatal se aplicaba el modelo suizo, el cual no permitÃa ningún objeto superfluo en las celdas. El número de pertenencias personales estaba limitado a veinte. Por ejemplo, si querÃas un par de zapatos, tenÃas que renunciar a dos calzoncillos o a dos libros. Rover examinó el rostro del chico, que se humedeció los labios resecos y cortados con la punta de la lengua. Su voz sonó sorprendentemente aguda y, aunque sus palabras salÃan de modo lento y como en susurros, su dicción era clara:
—Que el Dios que rige la tierra y el cielo se apiade de ti y te absuelva de tus pecados. Vas a morir, pero tu alma redimida irá al paraÃso. Amén.
Rover inclinó la cabeza. Sintió la mano izquierda del otro sobre su cráneo rapado. El chico era zurdo, pero en ese caso concreto no habÃa que ser un genio de las estadÃsticas para saber que su esperanza de vida serÃa menor que la de cualquier diestro. La sobredosis podÃa producirse al dÃa siguiente o al cabo de diez años. Nadie podÃa saberlo. Pero Rover no creÃa lo que contaban sobre los poderes curativos de la mano izquierda del joven. En el fondo, tampoco creÃa en aquel asunto de la bendición. Entonces ¿qué estaba haciendo allÃ?
Bueno. La religión era como un seguro de incendios: nunca piensas que lo vas a necesitar en realidad, pero cuando la gente dice que el chico está dispuesto a asumir la carga de tus pecados y sufrimientos, ¿por qué no vas a aceptar esa tranquilidad espiritual?
Lo que más se preguntaba Rover era cómo era posible que un tipo como él hubiera matado a sangre frÃa. A Rover no le cuadraba ese hecho, sencillamente. Tal vez fuera verdad lo que decÃan: que el diablo se presenta bajo múltiples disfraces.
—Salam aleikum —dijo la voz al retirar la mano.
Rover permaneció arrodillado con la cabeza inclinada. Se pasó la lengua por la lisa superficie posterior del diente de oro. ¿Ya estarÃa preparado? ¿Preparado para recibir a su creador, si eso era lo que le deparaba el destino? Alzó la cabeza.
—Sé que nunca pides ninguna compensación económica, pero…
Miró el pie desnudo del chico, plegado bajo su cuerpo. Vio las marcas de pinchazos en la gruesa vena del empeine.
—La última vez cumplà condena en Botsen y allà era fácil conseguir droga, no problem. No es una prisión de alta seguridad. Dicen que Franck ha conseguido eliminar todos los escondrijos de aquÃ. Pero… —Rover se metió la mano en el bolsillo—. No es cierto del todo.
Sacó un objeto del tamaño de un teléfono móvil: un artefacto dorado con forma de pistola en miniatura. Rover apretó el diminuto gatillo. Por la boca salió una pequeña llama.
—¿Has visto alguna vez uno de estos? SÃ, estoy seguro de que sÃ. Los oficiales que me cachearon al llegar también los habÃan visto. Me dijeron que vendÃan cigarrillos baratos de contrabando si estaba interesado. Y dejaron que me quedara con este mechero. Supongo que no habÃan leÃdo mi historial. ¿No te resulta extraño que este paÃs siga funcionando cuando ves de qué forma tan chapucera trabaja la gente?
Rover sopesó el mechero en la mano.
—Fabriqué dos ejemplares de estos hace ocho años. No creo estar exagerando si digo que nadie en este paÃs podrÃa haber hecho un trabajo mejor. El encargo me llegó a través de un intermediario. Dijo que su cliente querÃa un arma de fuego que ni siquiera tuviera que ocultar, algo que aparentase ser otra cosa. Entonces inventé este cacharro. Es curioso cómo funciona la mente de las personas. Naturalmente, lo primero que piensan cuando lo ven es que se trata de una pistola. Sin embargo, en cuanto les muestras su utilidad como mechero desechan por completo el primer pensamiento. Se plantean la posibilidad de que también pueda servir como cepillo de dientes o como destornillador, pero de ninguna manera como arma. Pues bien…
Rover desenroscó un tornillo situado en la parte inferior del mango.
—Lleva dos balas de nueve milÃmetros. Lo bauticé con el nombre de «Mataesposas». —Rover apuntó al chico—. Una para ti, cariño… —Después apuntó a su propia sien—. Y otra para mÃ…
La risa de Rover sonó de un modo extrañamente desolado en aquella minúscula celda.
—En fin… La verdad es que solo iba a fabricar uno. El cliente no querÃa que nadie más conociera mi invento secreto. Pero hice otro más. Y me lo traje como medida preventiva en caso de que Nestor mandara a alguien a por mà mientras estaba aquÃ. Pero puesto que saldré mañana, y ya no voy a necesitarlo más, es tuyo. Y aquÃ…
Rover sacó un paquete de tabaco del otro bolsillo.
—SerÃa raro que tuvieras un mechero pero no cigarrillos, ¿verdad?
Arrancó el plástico de la parte superior del paquete y lo abrió. Luego sacó una tarjeta de visita amarillenta en la que ponÃa «Taller de motos Rover» y la metió dentro del paquete.
—Aquà tienes mi dirección por si necesitas arreglar alguna moto. O conseguir un maldito Uzi. Como ya te he dicho, aún me queda alguno…
La puerta se abrió y una voz dijo con un rugido:
—¡Fuera, Rover!
Rover se giró. El guardia que estaba en el u