TÃtulo original: The Well of Ascension (Mistborn 2)
Traducción: Rafael MarÃn Trechera
1.ª edición: octubre 2016
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-295-5
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Contenido Dedicatoria Agradecimientos PRIMERA PARTE. Heredera del superviviente 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 SEGUNDA PARTE. Espectros en la bruma 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 TERCERA PARTE. Rey 28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 CUARTA PARTE. Cuchillos 39 40 41 42 43 44 45 46 47 48 QUINTA PARTE. Nieve y ceniza 49 50 51 52 53 54 55 SEXTA PARTE. PALABRAS EN ACERO 56 57 58 59 EpÃlogo ARS ARCANUM GuÃa rápida sobre los metales Nombres y términos Resumen del libro unoPara Phyllis Call,
quien puede que nunca comprenda mis libros de fantasÃa,
pero me enseñó más sobre la vida
(y, por tanto, sobre la escritura)
de lo que se imagina.
(¡Gracias, abuela!)
Agradecimientos
Antes que nada, como siempre, mi excelente agente, Joshua Bilmes, y mi editor, Moshe Feder, se merecen todos los halagos por sus esfuerzos. Para este libro en concreto hicieron falta varios borradores meticulosos, y ellos estuvieron a la altura de la tarea. Tienen mi agradecimiento, igual que sus ayudantes, Steve Mancino (un excelente agente por derecho propio) y Denis Wong.
Hay otras personas en Tor merecedoras de mi agradecimiento. Larry Yoder (el mejor jefe de ventas de la nación) hizo un trabajo maravilloso vendiendo el libro. Irene Gallo, la directora artÃstica de Tor, es un genio a la hora de unir libros y artistas. Y, hablando de artistas, creo que el sorprendente Jon Foster hizo un trabajo estupendo con la portada original de este libro. Pueden ver más trabajos suyos en jonfoster.com. Isaac Stewart, un buen amigo mÃo y colega escritor, dibujó el mapa y los sÃmbolos de los encabezados de cada capÃtulo. Búsquenlo en nethermore.com. Shawn Boyles es el artista oficial de Mistborn Llama y un gran tipo, además. Busquen más información en mi web. Por último, me gustarÃa dar las gracias al departamento de publicidad de Tor (en especial a Dot Lin), que ha promovido de maravilla mis libros y además ha cuidado de mÃ. ¡MuchÃsimas gracias a todos vosotros!
Otra ronda de agradecimientos va destinada a mis lectores alfa. Estos incansables amigos aportan valiosos comentarios a mis novelas en sus primeras etapas y se encargan de los problemas, erratas e inconsistencias antes de que yo los resuelva. Sin seguir ningún criterio para su ordenación, estos amigos son: Ben Olson, Krista Olsen, Nathan Goodrich, Ethan Skarstedt, Eric J. Ehlers, Jillena O’Brien, C. Lee Player, Kimball Larsen, Bryce Cundick, Janci Patterson, Heather Kirby, Sally Taylor, The Almighty Pronoun, Bradley Reneer, Holly Venable, Jimmy, Alan Layton, Janette Layton, Kaylynn ZoBell, Rick Stranger, Nate Hatfield, Daniel A. Wells, Stacy Whitman, Sarah Bylund y Benjamin R. Olsen.
Mi agradecimiento especial a la gente de Provo Waldenbooks por su apoyo. Sterling, Robin, Ashley y el terrible dúo de Steve «Librero», Diamond y Ryan McBride (quienes también fueron lectores alfa). También debo dar las gracias a mi hermano, Jordan, por su trabajo en mi página web (con Jeff Creer). Jordo es el encargado oficial de que «Brandon mantenga la cabeza bien alta» cumpliendo su solemne deber de burlarse de mà y de mis libros.
Mi madre, mi padre y mis hermanas son siempre una ayuda maravillosa. Si he olvidado algún lector alfa, ¡lo siento! Te mencionaré dos veces la próxima vez. FÃjate, Peter Ahlstrom, no me olvido de ti: decidà ponerte el último para hacerte sudar un poco.
Por último, mi agradecimiento a mi maravillosa esposa, con quien me casé durante el proceso de corrección de este libro. ¡Emily, te quiero!
PRIMERA PARTE
HEREDERA DEL SUPERVIVIENTE
Escribo estas palabras en acero, pues todo lo que no esté grabado en metal es indigno de confianza.
1
El ejército se arrastraba como una mancha oscura contra el horizonte.
El rey Elend Venture contemplaba las tropas enemigas desde las murallas de la ciudad de Luthadel. A su alrededor, la ceniza caÃa en copos gruesos y perezosos. No era la ceniza blanca ardiente que solÃa verse: era una ceniza más profunda, más negra. Los Montes de Ceniza habÃan estado muy activos de un tiempo a esta parte.
Elend notaba el polvo ceniciento en la ropa y el rostro, pero lo ignoró. En la distancia, el sol rojo sangre empezaba a ponerse. Recortaba al ejército que habÃa venido a quitarle su reino.
—¿Cuántos son? —preguntó Elend en voz baja.
—Creemos que cincuenta mil —dijo Ham, apoyado contra el parapeto, con los musculosos brazos cruzados sobre la piedra. Como todo lo demás en la ciudad, la muralla estaba ennegrecida por incontables años de lluvia de ceniza.
—Cincuenta mil soldados... —dijo Elend, y guardó silencio. A pesar de todos los hombres que habÃan reclutado, Elend apenas disponÃa de veinte mil soldados a sus órdenes... y eran campesinos con menos de un año de instrucción. Mantener incluso ese pequeño número estaba menguando sus recursos. De haber podido encontrar el atium del lord Legislador, tal vez las cosas hubieran sido distintas. En aquellos momentos, el reino de Elend corrÃa un serio peligro de caer en la bancarrota.
—¿Qué te parece? —preguntó Elend.
—No lo sé, El —respondió con tranquilidad Ham—. Kelsier era siempre el que tenÃa la visión.
—Pero tú le ayudabas a idear los planes —dijo Elend—. Tú y los demás erais su banda. Fuisteis vosotros quienes elaborasteis la estrategia para derrocar el imperio, los que lo conseguisteis.
Ham guardó silencio y Elend creyó saber lo que estaba pensando: Kelsier era la clave de todo. Era él quien organizaba, él quien convertÃa cualquier idea descabellada en un plan factible. Era el lÃder. El genio.
Y habÃa muerto un año antes, el mismo dÃa en que el pueblo (como parte de su plan secreto) se habÃa alzado enfurecido para derrocar al dios emperador. En el caos resultante, Elend se habÃa hecho con el trono. Ahora cada vez parecÃa más claro que iba a perder todo lo que Kelsier y su grupo habÃan conseguido tras tantos duros esfuerzos. Iba a quitárselo un tirano que podÃa ser aún peor que el lord Legislador. Un matón sibilino y artero de la «nobleza». El hombre que dirigÃa su ejército hacia Luthadel.
El padre de Elend, Straff Venture.
—¿Hay alguna posibilidad de que puedas... hablar con él para convencerlo de que no ataque? —preguntó Ham.
—Tal vez —respondió Elend, vacilante—. Suponiendo que la AsamÂblea no entregue la ciudad.
—¿Va a hacerlo?
—No lo sé, la verdad. Temo que lo haga. Ese ejército los ha asustado, Ham. —Y con razón, pensó—. De todas formas, tengo una propuesta para la reunión que se celebrará dentro de dos dÃas. Intentaré convencerlos de que no se precipiten. Dockson ha regresado hoy, ¿no?
Ham asintió.
—Justo antes de que iniciara su avance el ejército.
—Creo que deberÃamos convocar una reunión de la banda —dijo Elend—. A ver si se nos ocurre un modo de salir de esta.
—TodavÃa andamos escasos de gente —dijo Ham, frotándose la barbilla—. Fantasma no volverá hasta dentro de una semana y solo el lord Legislador sabe dónde ha ido Brisa. Hace meses que no recibimos ningún mensaje suyo.
Elend suspiró, sacudiendo la cabeza.
—No se me ocurre nada más, Ham.
Se dio la vuelta para contemplar de nuevo el paisaje ceniciento. El ejército estaba encendiendo hogueras y el sol se ponÃa. Pronto aparecerÃan las brumas.
Tengo que volver al palacio y trabajar en esa propuesta, pensó Elend.
—¿Adónde ha ido Vin? —preguntó Ham, volviéndose hacia Elend.
Elend se detuvo.
—¿Sabes? —dijo—. No estoy seguro.
Vin aterrizó con suavidad en el húmedo empedrado viendo cómo las brumas empezaban a formarse a su alrededor. AdquirÃan consistencia cuando oscurecÃa, creciendo como marañas de enredaderas transÂparentes, retorciéndose y enroscándose.
La gran ciudad de Luthadel estaba silenciosa. Incluso un año después de la muerte del lord Legislador y del alzamiento del nuevo Gobierno libre de Elend, la gente corriente se quedaba en casa de noche. TemÃa las brumas, una tradición mucho más arraigada que las leyes del lord Legislador.
Vin avanzó en silencio, poniendo los cinco sentidos. En su interior, como siempre, quemó estaño y peltre. El estaño agudizaba sus sentidos y le permitÃa ver de noche. El peltre fortalecÃa su cuerpo y moverse le costaba menos. Además del cobre (que tenÃa el poder de ocultar el uso de la alomancia a quienes quemaban bronce) eran los metales a los que casi siempre recurrÃa.
Algunos la llamaban paranoica. Ella se consideraba preparada. Fuera como fuese, la costumbre le habÃa salvado la vida en numerosas ocasiones.
Se acercó a una esquina silenciosa y se detuvo para asomarse. Nunca habÃa comprendido del todo cómo quemaba metales; lo habÃa hecho desde que tenÃa uso de razón, usando la alomancia por instinto antes de que Kelsier la entrenara. En realidad, le daba igual. No era como Elend; no necesitaba una explicación lógica para todo. A Vin le bastaba saber que cuando tragaba trocitos de metal podÃa extraerles su poder.
Poder que apreciaba, pues bien sabÃa lo que era carecer de él. Y eso que todavÃa no podÃa considerarse un guerrero. De constitución delgada y poco más de metro y medio de estatura, con el cabello oscuro y la piel pálida, sabÃa que su aspecto era casi frágil. Ya no tenÃa aquella pinta desnutrida de su infancia en la calle, pero desde luego ningún hombre se hubiera dejado intimidar por ella.
Eso le gustaba. Le daba cierta ventaja... y necesitaba toda la ventaja posible.
También le gustaba la noche. Durante el dÃa, Luthadel estaba repleta de gente y, a pesar de su tamaño, se le antojaba opresiva. Pero de noche las brumas caÃan como una densa cortina. HumedecÃan, suavizaban, ocultaban. Las enormes fortalezas se convertÃan en montañas oscuras y las abarrotadas viviendas se fundÃan como la mercancÃa rechazada de un buhonero.
Vin se agazapó junto a su edificio, todavÃa observando el cruce. Con cuidado, buscó en su interior y quemó acero, uno de los metales que habÃa ingerido. Unas lÃneas azules transparentes brotaron a su alrededor de inmediato. Visibles solo para sus ojos, apuntaban desde su pecho a fuentes cercanas de metal: todo tipo de metal. El grosor de las lÃneas era proporcional al tamaño de las piezas metálicas que encontraban, desde aldabas de bronce hasta burdos clavos de hierro que sujetaban las tablas.
La muchacha esperó en silencio. Ninguna lÃnea se movió. Quemar acero era una forma fácil de saber si alguien andaba cerca. Si llevaba metal encima, dejarÃa una estela de lÃneas móviles azules. Ese, sin embargo, no era el fin principal del acero. Vin se sacó con cuidado de la faltriquera una de las muchas monedas que guardaba, envueltas en tela. Como todos los pedazos de metal, una lÃnea azul surgÃa del centro de la moneda y llegaba hasta el pecho de Vin.
Lanzó la moneda, luego agarró mentalmente la lÃnea y, quemando acero, empujó la moneda, que voló trazando un arco en la bruma por el empujón. Cayó al suelo en el centro de la calle.
Las brumas continuaban girando. Eran densas y misteriosas, incluso para Vin. Más densas que la simple niebla y más constantes que ningún fenómeno meteorológico normal, giraban y fluÃan creando lazos a su alrededor. Los ojos de Vin podÃan atravesarlas: el acero agudizaba su visión. La noche le parecÃa más ligera, las brumas menos densas. Sin embargo, seguÃan allÃ.
Una sombra se movió en la plaza, respondiendo a su moneda, que habÃa empujado hasta allà como señal. Vin avanzó y reconoció a OreSeur, el kandra. Llevaba un cuerpo diferente al de hacÃa un año, cuando se habÃa hecho pasar por lord Renoux. Sin embargo, su cuerpo lampiño e indescriptible se habÃa vuelto familiar para Vin.
OreSeur se reunió con ella.
—¿Encontraste lo que estabas buscando, ama? —preguntó, respetuoso... y, sin embargo, también con cierta hostilidad. Como siempre.
Vin negó con la cabeza y contempló la oscuridad en derredor.
—A lo mejor estaba equivocada —dijo—. Tal vez no me seguÃan.
Reconocerlo la entristeció. Esperaba enfrentarse de nuevo con el Acechador esa noche. SeguÃa sin saber quién era. La primera noche, lo habÃa confundido con un asesino. Sin embargo, parecÃa poco interesado en Elend... y mucho en Vin.
—DeberÃamos volver a la muralla —decidió Vin, incorporándose—. Elend se estará preguntando dónde me he metido.
OreSeur asintió. En ese momento, un puñado de monedas se desparramó entre las brumas, corriendo hacia Vin.
He empezado a preguntarme si soy el único hombre cuerdo que queda. ¿Es que los demás no se dan cuenta? Llevan tanto tiempo esperando la llegada de su héroe (el que se menciona en las profecÃas de Terris) que se apresuran a sacar conclusiones, convencidos de que cada historia y cada leyenda se refiere a ese hombre.
2
Vin reaccionó de inmediato, apartándose de un salto. Se movió a una velocidad increÃble, la capa ondeó mientras resbalaba por el empedrado húmedo. Las monedas golpearon el suelo tras ella, arrancando lascas de piedra y dejando rastros en la bruma tras rebotar.
—¡Vete, OreSeur! —exclamó Vin, aunque él huÃa ya hacia un callejón cercano.
Vin giró y se agazapó, las manos y los pies sobre las frÃas piedras, los metales alománticos ardiendo en su estómago. Quemó acero y vio cómo las lÃneas azules traslúcidas aparecÃan a su alrededor. Esperó, tensa, a que...
Otro grupo de monedas salió disparado de las oscuras brumas, cada una dejando tras de sà una lÃnea azul. Vin quemó de inmediato acero y empujó las monedas, desviándolas en la oscuridad.
La noche quedó de nuevo en calma.
La calle en la que estaba era ancha para ser de Luthadel, aunque con casas a ambos lados. Las brumas se arremolinaban lánguidas, difuminando los extremos de la calle.
Un grupo de ocho hombres apareció entre la bruma y se acercó. Vin sonrió. TenÃa razón: alguien la estaba siguiendo. Ninguno de esos hombres, sin embargo, era el Acechante. No tenÃan su sólida gracia, no tenÃan su poder. Aquellos hombres eran más burdos. Asesinos.
TenÃa lógica. Si ella hubiese acabado de llegar con un ejército para conquistar Luthadel, lo primero que hubiera hecho habrÃa sido enviar a un grupo de alománticos para matar a Elend.
Sintió una súbita presión en el costado y maldijo cuando perdió el equilibrio y sintió que le arrancaban la faltriquera de la cintura. Soltó la correa, dejando que el alomántico enemigo le arrebatara las monedas. Los asesinos tenÃan al menos a un lanzamonedas, un brumoso con el poder de quemar acero y empujar metales. De hecho, dos de los asesinos tenÃan lÃneas azules que apuntaban a sus propias bolsas. Vin pensó en devolverles el favor y arrancarles sus bolsas de un tirón, pero vaciló. No hacÃa falta que enseñara sus cartas todavÃa. PodrÃa necesitar esas monedas.
Sin monedas propias, no podÃa atacar desde lejos. Sin embargo, si ese equipo era bueno, atacar desde lejos hubiera sido absurdo: sus lanzamonedas y atraedores estarÃan preparados para ocuparse de las monedas que les lanzara. Huir tampoco era una opción. Esos hombres no estaban allà solo por ella: si huÃa, continuarÃan hacia su verdadero objetivo.
Nadie envÃa asesinos a matar a guardaespaldas. Los asesinos matan a hombres importantes. Hombres como Elend Venture, rey del Dominio Central. El hombre al que ella amaba.
Vin quemó peltre y su cuerpo se tensó, alerta, peligroso. Cuatro violentos delante, pensó, viendo avanzar a los hombres. Los que quemaban peltre poseerÃan una fuerza inhumana, capaces de sobrevivir a un castigo fÃsico brutal. Y el que lleva el escudo de madera es un atraedor.
Hizo un quiebro hacia delante, de modo que los violentos que se acercaban dieran un salto atrás. Ocho brumosos contra una nacida de la bruma era para ellos un equilibrio aceptable... pero solo si tenÃan cuidado. Los dos lanzamonedas se situaron a los dos lados de la calle, para poder empujar contra ella desde ambas direcciones. El último hombre, que esperaba impertérrito junto al atraedor, tenÃa que ser un ahumador: de escasa relevancia en una pelea, su propósito era esconder a su equipo de alománticos enemigos.
Ocho brumosos. Kelsier lo habrÃa conseguido: habÃa matado a un inquisidor. Ella, sin embargo, no era Kelsier. TodavÃa tenÃa que decidir si eso era bueno o malo.
Vin tomó aire, deseando tener un poco de atium que gastar, y quemó hierro. Esto le permitió tirar de una moneda cercana, una de las que le habÃan lanzado, mucho más de lo que el acero le habrÃa permitido empujarla. La alcanzó, la dejó caer, y luego saltó como si fuera a empujar la moneda y se lanzó al aire.
Uno de los lanzamonedas, sin embargo, empujó contra la moneda, apartándola. Como la alomancia solo permitÃa que una persona tirara o empujara contra su cuerpo, Vin se quedó sin un anclaje decente. Empujar contra la moneda solo la hubiese lanzado de lado.
Cayó al suelo.
Que piensen que me han atrapado, pensó, agazapándose en el centro de la calle. Los matones se acercaron, un poco más confiados. SÃ. Sé lo que estáis pensando. ¿Es esta la nacida de la bruma que mató al lord Legislador? ¿Esta niña delgada? ¿Es eso posible?
Yo me pregunto lo mismo.
El primer violento se dispuso a atacar, y Vin se puso en movimiento. Las dagas de obsidiana destellaron en la noche cuando las desenvainó, y la sangre salpicó negra en la oscuridad mientras ella se agachaba bajo el palo del violento y le abrÃa un tajo en los muslos.
El hombre gritó. La noche dejó de ser silenciosa.
Los hombres maldijeron mientras Vin se movÃa entre ellos. El compañero del violento la atacó, rápido y borroso, sus músculos impelidos por el peltre. Su bastón golpeó una de las borlas de la capa de bruma de Vin cuando ella se arrojó al suelo y luego se irguió para escapar del alcance de un tercer violento.
Una lluvia de monedas voló hacia ella. Vin reaccionó y las empujó. El lanzamonedas, sin embargo, continuó empujando... y el empujón de Vin contrarrestó el suyo.
Empujar y tirar de metales dependÃa del peso. Y, con las monedas entre ambos, el peso de Vin chocó contra el peso del asesino. Ambos salieron despedidos hacia atrás. Vin escapó de un violento; el lanzamonedas cayó al suelo.
Un puñado de monedas llegó desde el otro lado. TodavÃa girando en el aire, Vin avivó acero para aportarse una descarga añadida de energÃa. Las lÃneas azules se entremezclaban, pero no necesitaba aislar las monedas para apartarlas.
El lanzamonedas soltó sus proyectiles en cuanto sintió el contacto de Vin. Los pedacitos de metal se perdieron en la bruma.
Vin golpeó el suelo con el hombro. Rodó, avivando peltre para aumentar su equilibrio, y se puso en pie de un salto. Al mismo tiempo, quemó hierro y tiró con fuerza de las monedas que desaparecÃan.
Volvieron hacia ella. En cuanto se acercaron, Vin saltó a un lado y las empujó hacia los violentos que se acercaban. Las monedas, sin embargo, se desviaron de inmediato, retorciéndose en las brumas hacia el atraedor, que fue incapaz de apartarlas: como todos los brumosos tenÃa un solo poder alomántico, y el suyo era tirar de hierro.
Lo hizo de manera eficaz, protegiendo a los violentos. Alzó el escudo y se quejó cuando las monedas lo golpearon y rebotaron.
Vin ya habÃa vuelto a ponerse en movimiento. Corrió de frente hacia el lanzamonedas que tenÃa a la izquierda, el que habÃa caÃdo al suelo y estaba al descubierto. El hombre gritó sorprendido y el otro lanzamonedas trató de distraer a Vin, pero fue demasiado lento.
El lanzamonedas murió con una daga en el pecho. No era un violento: no podÃa quemar peltre para amplificar su cuerpo. Vin sacó la daga y le arrancó la faltriquera al hombre, que se desplomó en silencio.
Uno, pensó Vin, girando mientras el sudor volaba de su frente. Se enfrentaba a siete hombres en el callejón. DebÃan de esperar que intentase huir. En cambio, atacó.
Al acercarse a los violentos, saltó, y luego arrojó la bolsa que le habÃa quitado al moribundo. El lanzamonedas vivo gritó, apartándola de inmediato. Vin, sin embargo, se impulsó en las monedas, saltando por encima de las cabezas de los violentos.
Uno de ellos, el herido, habÃa sido por desgracia lo bastante listo para quedarse atrás y proteger al lanzamonedas. El violento levantó su cachiporra cuando Vin aterrizó. Ella esquivó el primer ataque, alzó su daga y...
Una lÃnea azul danzó ante su visión. Rápida. Vin reaccionó de inmediato, se retorció y empujó contra la aldaba de una puerta para apartarse del camino. Golpeó el suelo de costado y luego se aupó apoyándose en una mano. Resbaló sobre el suelo húmedo.
Una moneda cayó a su lado y rebotó en el empedrado. No habÃa llegado a alcanzarla. De hecho, parecÃa ir destinada al lanzamonedas asesino restante. DebÃa de haberse visto obligado a apartarla.
Pero ¿quién la habÃa disparado?
¿OreSeur?, se preguntó Vin. Pero eso era una tonterÃa. El kandra no era alomántico y, además, no habrÃa tomado la iniciativa. OreSeur solo acataba las órdenes expresas.
El lanzamonedas asesino parecÃa igual de confuso. Vin alzó la cabeza, avivando estaño, y fue recompensada con la visión de un hombre de pie en el tejado de un edificio cercano. Una silueta oscura. Ni siquiera se molestaba en ocultarse.
Es él, pensó. El Acechante.
El Acechante permaneció allà plantado, sin volver a interferir, mientras los violentos se abalanzaban contra Vin, que soltó una imprecación al ver tres bastones que se precipitaban hacia ella. Esquivó uno, giró para evitar el otro y plantó una daga en el pecho del hombre que blandÃa el tercero. El hombre se tambaleó hacia atrás, pero no cayó. El peltre lo mantuvo en pie.
¿Por qué se habrá entrometido el Acechante?, pensó Vin mientras se apartaba de un salto. ¿Por qué habrá arrojado esa moneda a un lanzamonedas que podÃa apartarla sin ninguna difi