PRÓLOGO
Negación
La pesadilla era siempre la misma: un reflejo distorsionado de la realidad, pervertido por el sueño, que lo atormentaba. Odiaba cada uno de los segundos que duraba:
Estaba escondido en el exterior de las ruinas carbonizadas de su casa de veraneo de Cape Cod, bajo una andrajosa lona que ocultaba su figura, esperando al asesino que llevaba semanas acosándolo. La amenaza inicial —«SuicÃdese o un inocente morirá»— se habÃa convertido en él o yo. La pistola semiautomática le quemaba en la mano. Mientras esperaba escondido, en el sueño veÃa al asesino maniobrando en medio de la penumbra nocturna, tal como habÃa sucedido en la vida real hacÃa cinco años. Le daba la espalda. Él levantaba el arma. Pero cuando el asesino se volvÃa bruscamente, empuñando una pistola, el sueño abandonaba la realidad y la historia. En aquella repentina pesadilla, primero se le empañaban las gafas y la silueta del asesino se volvÃa borrosa, hasta fundirse con la oscuridad. Después se le encasquillaba la pistola. Era como si se le hubiera congelado el dedo en un gatillo atascado y, por fuerte que apretara una y otra vez, el arma no se disparaba. Y entonces la pistola se le desintegraba en la mano y se convertÃa en un montón de fragmentos inútiles que caÃan a sus pies. En el sueño veÃa al asesino apuntándolo con su arma. Y entonces chillaba: «¡Eso no está bien! ¡No es asà como pasó!». Pero su grito quedaba tapado por el disparo del asesino, y era como si estuviera fuera de su cuerpo, viendo cómo la bala le atravesaba el corazón y cómo la sangre de su vida pasada se derramaba por el suelo.
Y entonces se despertaba. YacÃa entre las sábanas empapadas de sudor, examinando la pesadilla y tratando de determinar qué cosa habÃa oÃdo, visto o recordado exactamente durante aquel dÃa que hubiera podido desencadenar aquel sueño, mientras dudaba de que pudiera volver a dormirse fuera la hora que fuese.
SabÃa que el sueño mezclaba lo sencillo y lo complejo en un pantano emocional. Lo comprendÃa y, aun asÃ, no querÃa hacerlo. Como su figura aquella noche bajo la lona, combinaba lo oculto con lo vulnerable. En la realidad, habÃa sido letal yendo un pasito por delante. En el sueño, se convertÃa en una vÃctima yendo un pasito por detrás. Y, a pesar de ser psicoanalista, se le escapaba su verdadero significado. Próximo, pero esquivo.
Cinco años después
Detestaba las turbulencias.
Era algo relativamente nuevo en su vida, un miedo que le habÃa surgido de forma inesperada los últimos meses. A diez mil seiscientos metros de altura, cada vez que el avión daba alguna sacudida, Ricky Starks sentÃa aumentar su angustia. El estómago cerrado. Las palmas sudorosas. Era la perfecta contradicción entre lo que sabÃa con certeza (que los bandazos y las oscilaciones eran perfectamente normales, nada por lo que hubiera que preocuparse demasiado) y lo que imaginaba en lo más profundo de su ser (que cada vez que el avión parecÃa patinar por el aire, los pilotos estaban perdiendo frenéticamente el control). Encajado en su asiento de primera clase, era totalmente incapaz de hacer nada al respecto. SabÃa que habÃa muchos medicamentos que servÃan para combatir esos repentinos ataques de ansiedad. A menudo se los recetaba a sus pacientes, pero nunca a sà mismo. Jamás habÃa intentado cuestionarse esa absurda bravuconada suya de «puedo aguantarlo», aparte de pensar de vez en cuando a qué obedecerÃa y, acto seguido, rechazar la pregunta antes de encontrar una respuesta.
Volaba a Washington para dar un discurso en un seminario del Instituto Nacional de la Salud sobre los trastornos de estrés postraumático que afectaban a los jóvenes supervivientes del huracán Katrina y la posterior inundación que habÃa golpeado Nueva Orleans. Las fotografÃas de la catástrofe, con personas subidas a los tejados de sus casas, calles inundadas y escenas de desesperación en el interior del estadio Superdome, lo habÃa atraÃdo poderosamente a la ciudad. La tormenta se habÃa desatado poco tiempo después de que hubiera recuperado su nombre: se habÃa deshecho por fin de la falsa identidad de Richard Lively, adoptada tras su encuentro con la familia que querÃa matarlo, y, prudentemente, habÃa vuelto a ser un poco quien era: el doctor Frederick Starks; viudo, solitario, antiguo psicoanalista adinerado de Nueva York y figura emergente en la jerarquÃa de psicoterapeutas de esa ciudad.
Pero el mundo de la psiquiatrÃa para la clase alta de Manhattan estaba ahora fuera de su vida. Su consulta, su reputación, sus finanzas, hasta su casa, todo habÃa sido arruinado por las personas que querÃan verle muerto. HabÃa dedicado los últimos seis meses a tratar a niños de Nueva Orleans con problemas graves. La tormenta se habÃa cobrado un severo peaje: incontinencia y terrores nocturnos, temblores incontrolables, tartamudeo, incapacidad para concentrarse en tareas sencillas, ataques repentinos de depresión incapacitante. Y, además, agresividad: desobediencia, resentimiento, un resurgimiento de las conexiones con las bandas incluso en preadolescentes que poco antes estaban viendo los dibujos animados de los sábados por la mañana, mayor consumo de drogas, más violencia sin sentido.
HabÃa oÃdo una y otra vez lo siguiente:
«Quiero una pistola».
No puedes disparar a un viento de ciento noventa kilómetros por hora.
«Quiero luchar.»
No puedes hacer retroceder el agua que desborda un dique.
«Quiero matar.»
No puedes matar a la naturaleza.
Aquella situación parecÃa irle como anillo al dedo: personas que habÃan sido abandonadas y olvidadas. Su paciente favorito habÃa sido un chaval atormentado de trece años llamado Tarik, que habÃa pasado veinticuatro horas atrapado en un desván junto al cadáver de su tÃo ahogado. El chico se mostraba reacio a hablar porque pronunciaba cada una de sus palabras con un tartamudeo incesante. Asà que Ricky habÃa ideado un plan: jugaban a las damas. Cada vez que Tarik capturaba una de las piezas de Ricky o coronaba, paraban el juego y el chico tenÃa que contarle algo que recordara sobre el tiempo que habÃa pasado en aquel desván. Cuanto más jugaban, mayor parte de la historia del chaval afloraba.
Martes y jueves de cuatro a cinco. Al principio fue lento, porque Tarik evitaba capturar ninguna pieza de Ricky y perdÃa aposta, o a veces, frustrado, tiraba el tablero al suelo, pero al final empezó a abrirse más y comenzó a ganar partidas. Y Ricky observaba que, con cada victoria en el tablero, el tartamudeo disminuÃa muy ligeramente. A medida que este iba desapareciendo, el niño empezaba también a perdonarse por haber logrado sobrevivir mientras su querido tÃo fallecÃa.
Pero un martes no fue a la consulta a la hora de su cita. Ni tampoco llamó su madre para dar explicación alguna.
Esa misma noche, a las diez, Ricky puso las noticias en su pisito de alquiler junto a Magazine Street en Garden District. El locutor anunció entrecortadamente: «Otro incidente de violencia callejera postormenta en el Lower 9th Ward se cobra la vida de un chico de trece años...».
Una banda rival habÃa disparado a Tarik y lo habÃa dejado morir. El tirador lo habÃa confundido con su hermano, apenas un año mayor que él. Ricky llamó a la policÃa para obtener más detalles, pero no le fueron de mucha ayuda. También llamó al forense del condado y averiguó que el chico habÃa sufrido una agonÃa prolongada y solitaria en mitad de la noche. El asesinato dejó a Ricky traumatizado, sensación que empeoró cuando, la semana siguiente, la afligida madre de Tarik se presentó a la hora habitual de las visitas de su hijo.
Lo recordaba palabra por palabra:
—Doctor, necesito saber algo y nadie quiere decÃrmelo.
—¿De qué se trata? Si puedo ayudarla...
—La ambulancia tardó casi dos horas en llegar. Les asusta ir allà a esas horas de la noche. Necesito saberlo. ¿Sufrió mi niño? ¿Sintió dolor antes de que Jesús se lo llevara entre sus brazos? Necesito saberlo. Tengo el corazón roto y necesito saberlo.
Lo habÃa mirado con una poderosa mezcla de paciencia y resignación. Asà que Ricky decidió mentirle:
—Creo que no, señora Johnson. Lo más probable es que Tarik estuviera inconsciente y en estado de shock, sin conciencia de lo que le rodeaba ni de lo que le estaba pasando.
Nada de aquello era ciert