1
Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más
dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su
llamada era otro: su madre habÃa desaparecido.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace dos semanas.
—¿Y me llamas ahora?
El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, solo me permità una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se habÃa figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.
—¿Y de noche también?
—Ya sabes cómo es ella.
—Ya lo sé, pero ¿a ti te parece normal una ausencia de dos
semanas?
—SÃ. Tú hace mucho que no la ves, ha empeorado; nunca tiene sueño, entra, sale, hace lo que le da la gana.
De todas maneras, al fi nal se lo tomó en serio. Preguntó a todo el mundo, recorrió los hospitales, fue incluso a la policÃa. Nada, su madre no estaba por ninguna parte. Qué buen hijo: un hombre corpulento, de unos cuarenta años, que no habÃa trabajado en la vida, dedicándose solo a traficar y derrochar. Imaginé el interés que habÃa puesto en la búsqueda. Ninguno. No tenÃa cerebro y solo se querÃa a sà mismo.
—¿No estará en tu casa? —me preguntó de repente.
¿Su madre? ¿Aquà en TurÃn? Rino conocÃa bien la situación,
hablaba por hablar. Él sà que era viajero, habÃa venido a casa por
lo menos unas diez veces, sin que yo lo invitara. Su madre, a la
que habrÃa recibido de buena gana, no habÃa salido de Nápoles en
su vida. Le contesté:
—No, no está en mi casa.
—¿Estás segura?
—Rino, por favor, te he dicho que no está.
—¿Entonces adónde habrá ido?
Se echó a llorar y dejé que representara su desesperación, sollozos al principio fingidos, genuinos después. Cu