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Existen tres vÃas para llegar a Castle View desde la pequeña ciudad de Castle Rock: por la carretera 117, por Pleasant Road y por las Escaleras de los Suicidios. Cada dÃa de este verano —sÃ, incluso los domingos—, Gwendy Peterson, de doce años de edad, ha tomado el camino de las escaleras, que ascienden en zigzag la ladera rocosa, a la que están sujetas por fuertes (si bien oxidados por el tiempo) pernos de hierro. La niña sube andando los cien primeros escalones, al trote los cien siguientes y corriendo los últimos ciento cinco, empecinada y a tumba abierta —como dirÃa su padre—. En lo alto se dobla por la cintura, resoplando como un viejo caballo de tiro, con la cara roja, las manos apoyadas en las rodillas y mechones de pelo sudorosos cayéndole sobre las mejillas (da igual lo mucho que se apriete la coleta, siempre se le suelta durante ese último esprint). Sin embargo, se aprecia cierta mejorÃa. Cuando se endereza y mira hacia abajo a lo largo de su cuerpo, alcanza a verse las puntas de las playeras, algo impensable en junio, el último dÃa de colegio, que también coincidió con su último dÃa en la Escuela Primaria de Castle Rock.
La camiseta, empapada, se le adhiere al torso, pero en lÃneas generales se siente fenomenal, no como en junio, cuando se veÃa a punto de morir de un ataque al corazón cada vez que coronaba el risco. Oye los gritos de los niños procedentes del parque cercano. Desde un poco más lejos, donde entrenan los jugadores de la Liga Juvenil para el partido benéfico del DÃa del Trabajo, le llega el ruido de un bate de aluminio al golpear una pelota de béisbol.
Está limpiándose las gafas con el pañuelo que guarda para ese propósito en el bolsillo del pantalón corto cuando alguien la llama.
—Eh, chica. Ven aquà un momentito. Tú y yo tenemos que garlar.
Gwendy se ajusta las gafas y el mundo, antes borroso, vuelve a enfocarse. Sentado en un banco a la sombra, cerca del camino de grava que conduce desde las escaleras hasta el Parque de Recreo de Castle View, hay un hombre con vaqueros y chaqueta negros, esta como perteneciente a un traje, y una camisa blanca desabotonada en la parte superior. Viste la cabeza con un sombrero negro, pequeño y de aspecto pulcro. Llegará un dÃa en el que Gwendy sufra pesadillas con ese sombrero.
Ha encontrado al hombre en ese mismo banco todos los dÃas de la semana, siempre leyendo el mismo libro (El arco iris de gravedad, que es grueso y parece la mar de arduo), pero nunca hasta hoy le ha dirigido una palabra. Ahora Gwendy lo observa con recelo.
—Me han dicho que no hable con desconocidos.
—Ese es un buen consejo. —Aparenta la edad de su padre, de modo que rondará los treinta y ochos años, y no tiene mal aspe