PRÓLOGO
ParÃs, 15 de octubre de 1917 – Anton Fisherman
con Henry Wales, para el International News Service
Poco antes de las cinco de la mañana, un grupo de dieciocho hombres, en su mayorÃa oficiales del ejército francés, subió al segundo piso de Saint-Lazare, la prisión femenina ubicada en ParÃs. Conducidos por un carcelero que llevaba una antorcha para encender las lámparas, se detuvieron ante la celda número 12.
Las monjas eran las encargadas de cuidar el lugar. La hermana Leonide abrió la puerta y les pidió que esperaran afuera mientras volvÃa entrar; frotaba un fósforo en la pared y encendÃa la lámpara en su interior. Enseguida, llamó a una de las otras hermanas para que la ayudara.
Con mucho cariño y cuidado, la hermana Leonide puso su brazo alrededor del cuerpo adormecido al que le costó despertar, como si no estuviera muy interesada en nada. Cuando despertó, según el testimonio de las monjas, pareció salir de un sueño tranquilo. Continuó serena cuando supo que el pedido de clemencia que hiciera dÃas antes al presidente de la república le habÃa sido negado. Imposible saber si sintió tristeza o alivio porque todo habÃa llegado a su final.
A una señal de la hermana Leonide, el padre Arbaux entró en la celda acompañado del capitán Bouchardon y el abogado, el doctor Clunet. La prisionera entregó a este último la larga carta-testamento que escribiera durante toda la semana, además de dos sobres de papel de estraza con recortes.
Vistió medias de seda negras, algo que parece grotesco en tales circunstancias; se puso zapatos de tacón alto decorados con lazos de seda y se levantó de la cama retirando de un perchero —colocado en un rincón de su celda— un abrigo de piel que le caÃa hasta los pies, adornado en las mangas y el cuello con otro tipo de piel de animal, zorro, posiblemente. Se lo puso encima del pesado quimono de seda con el cual habÃa dormido.
Sus cabellos negros estaban desaliñados; ella los peinó con cuidado, prendiéndolos en la nuca. Por encima se puso un sombrero de fieltro y se lo ató al cuello con una cinta de seda para que el viento no se lo llevara cuando estuviera en el lugar descampado al que serÃa conducida.
Se inclinó lentamente para tomar un par de guantes de cuero negro. Después, con indiferencia, se volvió a los recién llegados y les dijo con voz tranquila:
—Estoy lista.
Todos dejaron la celda de la prisión de Saint-Lazare y caminaron hacia un auto que los esperaba con el motor encendido para llevarlos al lugar donde se encontraba el pelotón de fusilamiento.
El auto partió a una velocidad por encima de la permitida, cruzando las calles de la ciudad, todavÃa dormida, y se dirigió hacia el cuartel de Vincennes, un sitio donde antes habÃa un fuerte que fue destruido por los alemanes en 1870.
Veinte minutos después, el automóvil se detuvo y la comitiva descendió. Mata Hari fue la última en salir.
Ya los soldados estaban alineados para la ejecución. Doce zuavos formaban el pelotón de fusilamiento. Al final del