Dramatis Personae
VARENNES SAINT-JACQUES
Michel de Fleury, mercader del gremio
Jean de Fleury, hermano menor de Michel
Vivienne, su hermana
Rémy, su padre
Gaspard Caron, mercader del gremio
Isabelle Caron, hermana de Gaspard
Marie, su madre
Lutisse, esposa de Gaspard
Funcionarios y miembros del gremio:
Jaufré Géroux, maestre
Guibert de Brette
Robert Laval
Jacques Nemours
Aimery Nemours
Mercaderes del gremio:
Charles Duval
Marc Travère
Raymond Fabre
Fromony Baffour
Pierre Melville
Abelard Carbonel
Thibaut d’Alsace
Ernaut Baudouin
Stephan Pérouse
Raoul Vanchelle
Catherine Partenay
Tancrède Martel, corregidor de la ciudad
Frédégonde, superiora del convento de las beguinas
Jean Caboche, maestro herrero y jefe de su fraternidad
Archambaud Leblanc, constructor y jefe de su fraternidad
Isoré Le Roux, buhonero
Nobleza y clero
Ulman, obispo de Varennes Saint-Jacques
Aristide de Guillory, caballero lorenés
Renard de Guillory, su padre
Berengar, su sargento
Nicolas de Bézenne, caballero lorenés, enemigo de Aristide
Renouart de Bézenne, primogénito de Nicolas
Padre Jodocus, sacerdote
Espira y bailiaje de Altrip
Eberold, mercader de Espira, tÃo de Gaspard e Isabelle
Galienne, su esposa
Thomasin, campesino libre
Winand y Boso, criados de Thomasin
Personajes históricos
Federico I, llamado Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano
Enrique VI, hijo de Barbarroja, posterior emperador
Folmar de Karden, arzobispo de Tréveris
Johann I, archidiácono de la archidiócesis de Tréveris, canciller del emperador Federico
Simón II Châtenois, duque de Lorena
Ferry I de Bitche, hermano de Simón, noble lorenés
Ferry II de Bitche, su hijo
Felipe de Suabia, rey del Sacro Imperio Romano desde 1198
Otón de Brunswick, pretendiente al trono y rival de Felipe
Mateo de Lorena, obispo de Toul
Walram von Limburg, noble alemán
Otros
Salvestro Agosti, rico comerciante de Milán
Conon, tejedor de Metz
San Jacques, santo patrón de Varennes
Grimald, ayuda de cámara del archidiácono Johann
Namus, ayuda de cámara del obispo Ulman
Una observación respecto a los nombres: en la Alta Edad Media, el añadido «de» o «von» aún no era un predicado de nobleza (solo llegó a serlo, en Alemania y Francia, al principio de la Edad Moderna), la mayorÃa de las veces únicamente remitÃa al lugar del que procedÃa la persona. En las ciudades, ya en el siglo XII muchos burgueses tenÃan «auténticos» apellidos.
En el anexo se encuentra un glosario de los conceptos históricos empleados en la novela.
PRÓLOGO
Diciembre de 1173
DUCADO DE LA ALTA LORENA
Dos semanas antes de Navidad, Michel cometió un delito por primera vez en su joven vida.
Una nieve helada cubrÃa los campos, envolvÃa los matorrales y las copas de los árboles y pesaba en los tejados de las cabañas. Era el invierno más duro desde hacÃa muchos años. El tuerto Odo afirmaba incluso que era el más frÃo de todos los tiempos.
—Y sé también quién nos lo ha traÃdo —habÃa anunciado ayer—. ¡Barbarroja! SÃ, nuestro emperador tiene la culpa. Si no hubiera desafiado al Papa, esto no habrÃa ocurrido. Esto es lo que nos traen sus ganas de pelea. Dios nos castiga con hielo y nieve y un frÃo amargo, y no cesará hasta que Barbarroja haga por fin las paces con la Iglesia.
Odo tenÃa que saberlo: se pasaba de la mañana a la noche en la taberna del cruce, abajo, y escuchaba las noticias que traÃan los mercaderes y estudiantes de Metz y Varennes Saint-Jacques mientras calentaba sus viejos huesos junto al fuego de la chimenea.
Justo después de desayunar, Michel y su hermano Jean salieron de casa y bajaron la colina, pasando por delante de la iglesia del pueblo y el pequeño cementerio en el que estaba enterrada su madre. Al llegar a la linde del bosque dejaron el sendero y se deslizaron por entre el monte bajo, para que Pierre no los viera venir ya desde lejos. Pierre era el carbonero de Fleury, un tipo enjuto que vivÃa en una choza solitaria entre los abetos altos como torres y raras veces se dejaba ver en el pueblo. Michel sabÃa de buena fuente que en su cobertizo tenÃa numerosas tinajas de sabrosas ciruelas y peras conservadas en miel. Le daba dolor de estómago tan solo pensar en ello, porque desde hacÃa semanas no habÃa comido otra cosa que gachas de mijo y pan seco. Pero Pierre, ese viejo avariento, nunca les darÃa nada, podÃan esperar hasta quedarse tiesos. Si querÃan probar esas frutas, tendrÃan que entrar en el cobertizo y cogerlas.
La cosa no carecÃa de riesgos. El carbonero odiaba a los niños. La última vez que habÃan rondado su cabaña les habÃa tirado castañas y los habÃa mandado al infierno. Si los encontraba en su cobertizo, seguramente les darÃa una paliza, como a Robert, el hijo del herrero, que en verano habÃa tirado al gato de Pierre a un albañal.
A un tiro de piedra de la cabaña, Michel se dio cuenta de que su hermano ya no estaba detrás de él. Se volvió y lo descubrió entre los matorrales al pie de la espesura, revolviendo en su bolsa.
—¡Jean! —llamó en voz baja.
—Ya voy. —Su hermano se apresuró a subir por la nieve. TenÃa seis años, dos menos que Michel, pero no era mucho más pequeño ni más débil. Para gran disgusto de Michel, Jean se parecÃa a su padre, alto y recio, mientras él salÃa inequÃvocamente a su madre, que habÃa sido delgada y delicada.
—¿Qué tienes ah� —preguntó al ver que Jean llevaba algo en la mano.
—Una pata de topo. Odo me la dio. Es un amlu… un alu…
—¿Un amuleto?
—Debo llevarla conmigo siempre que vaya al bosque —explicó Jean—. Para que los faunos no me hagan nada.
—Padre dice que los faunos no existen.
—Desde luego que existen. Solo que no se les ve. Se esconden de la gente.
—¡Silencio! —siseó Michel—. ¿Quieres que Pierre nos oiga?
Se deslizaron por entre la espesura. Michel habrÃa preferido que Jean no hubiera empezado a hablar de los faunos, porque ahora se sentÃa observado por ojos invisibles desde el monte bajo.
Cuando alcanzaron a ver la choza de Pierre, se agacharon.
La pequeña cabaña tenÃa, como la mayorÃa de los edificios de Fleury, las paredes hechas de guijarros superpuestos y el techo de paja. De la chimenea salÃa una tenue nube de humo, lo mismo que del pozo de la carbonera, que se levantaba como una tumba antigua en el prado que habÃa delante del huerto. Junto a la carbonera estaba el cobertizo, a resguardo del viento, en el que Pierre conservaba las frutas en miel.
Ningún ruido perturbaba el silencio del bosque.
—Pierre no está —susurró Michel.
—Quizá esté dentro.
—No lo creo. Por la mañana siempre sale a recoger leña. No volverá, como pronto, hasta el mediodÃa.
Michel se acercó a la cabaña, seguido por Jean, que apretaba su pata de topo. Se escondieron detrás de un montón de leña y observaron de cerca la choza. En la nieve, delante de la puerta, se veÃan huellas recientes que llevaban al bosque.
—¿Lo ves? Se ha ido.
—¡Mira! —jadeó Jean cuando una sombra salió corriendo de detrás del cobertizo.
—No es más que el gato —dijo Michel.
El animal miró receloso hacia el montón de leña antes de escurrirse por una grieta en la pared.
La voz de Jean temblaba ligeramente:
—Volvamos al pueblo.
—Nos iremos cuando tengamos las frutas —dijo Michel con decisión, aunque en realidad tenÃa tanto miedo como su hermano. Pierre, con su mejilla quemada y su apestosa ropa hecha de pieles y trozos de cuero, le inspiraba un miedo pagano, y volvió a recordar que Odo habÃa dicho en una ocasión que el abuelo de Pierre descendÃa de los trasgos del bosque. Siempre habÃa creÃdo que esa historia era una tonterÃa, pero de pronto ya no estaba tan seguro. De hecho Pierre tenÃa algo de trasgo; la espalda curvada, por ejemplo, o las manos como garras… ¿no decÃan que esas criaturas devoraban niños?
Michel reprimió un escalofrÃo. Solo la idea de las dulces ciruelas y las peras le impedÃa abandonar y huir.
—Espera aquà —dijo a Jean, y cruzó corriendo el prado.
Cuando llegó a la puerta del cobertizo, se dio cuenta de golpe de que su plan tenÃa un punto débil fundamental: las huellas. Al ver la nieve, Pierre sabrÃa enseguida que alguien habÃa entrado en el cobertizo durante su ausencia, y naturalmente sospecharÃa de los niños de Fleury. Pero ya no habÃa nada que hacer. Quizá tuvieran suerte y empezara otra vez a nevar antes de que el carbonero regresara.
Cautelosamente, Michel descorrió el primitivo cerrojo de madera y abrió la puerta.
El cobertizo contenÃa dos toneles, una caja grande y varios sacos de cereales y legumbres. Michel hizo acopio de fuerzas y se deslizó dentro.
No tardó en encontrar las frutas en conserva: Pierre las guardaba en una segunda caja que estaba detrás de los toneles. Michel abrió una de las tinajas de arcilla. La visión de las ciruelas sumergidas en miel le hizo la boca agua, y no pudo resistirse a sacar una fruta y metérsela en la boca.
Cerró los ojos, lleno de placer. DebÃan de haber pasado meses desde la última vez que habÃa comido algo tan exquisito. Por un momento, consideró la idea de llevarse tantas tinajas como pudiera cargar. Pero luego su conciencia despertó. No querÃa causar un grave daño a Pierre. BastarÃa con una tinaja.
Puso la tapa del recipiente, cerró la puerta del cobertizo y regresó junto a Jean.
—¡Trae! —dijo excitado su hermano, tratando de coger la tinaja.
—Comeremos cuando estemos en el pueblo.
—Tú ya te has comido una, te he visto. ¡Déjame a mà también! —Jean trató de quitarle la tinaja y empezaron a forcejear—. ¡Siempre quieres prohibÃrmelo todo!
—Si no te gusta, coge tu propia tinaja. Pero no te atreves…
Se quedaron petrificados al escuchar ruidos.
Voces. Ramas que se quebraban.
Crujir de pasos.
—¡Agacha la cabeza! —exclamó Michel.
Se agacharon detrás del montón de leña y observaron la linde del bosque. Entre los árboles apareció Pierre, avanzando a trompicones por el sendero. El carbonero tenÃa un aspecto espantoso: el rostro quemado lleno de golpes, el ojo izquierdo hinchado, el mandil manchado de sangre. Además, alguien le habÃa atado las manos con una correa de cuero.
Le seguÃan dos hombres que de vez en cuando le daban un golpe. Por sus yelmos y vestes, Michel los reconoció como guerreros de Guiscard de Thessy.
Se mordió el labio inferior. No le costaba trabajo adivinar lo que habÃa ocurrido: habÃan sorprendido a Pierre cazando furtivamente. En el pueblo hacÃa mucho que sabÃan que aquello iba a ocurrir un dÃa u otro. Era un secreto a voces entre los habitantes de Fleury que Pierre andaba a veces con su honda por el monte bajo para cazar a escondidas una liebre, un corzo o incluso un jabato. Pero a los siervos les estaba prohibido bajo amenaza de castigo cazar en los bosques comunales. Solo el duque y sus vasallos tenÃan derecho a hacerlo.
Por fin, apareció un jinete. El estómago de Michel se contrajo. Guiscard de Thessy montaba su corcel de batalla con la espalda encorvada, envuelto en una túnica de lana que le protegÃa del áspero frÃo. El tosco tejido caÃa sobre la espada que llevaba al cinto, y debido a la capucha solo se veÃa de su semblante la barba crecida, entremezclada de mechones grises. Era un caballero del duque y el señor de Fleury… y no habÃa en todo el mundo nadie a quien Michel tuviera más miedo.
Contempló la tinaja en sus manos. No podÃa pensar en lo que Guiscard harÃa si lo pillaba con las frutas robadas. Enterró a toda prisa el recipiente en la nieve. Jean no se dio cuenta. Con los ojos abiertos de par en par, observaba a los dos guerreros y a Guiscard, que se acercaban a la cabaña con su prisionero.
—Tenemos que irnos de aquà enseguida —le susurró Michel.
Antes de que los hombres pudieran verlos, atravesaron corriendo el prado, pasaron delante de la carbonera y se deslizaron por entre la espesura hasta alcanzar el camino que recorrÃa la linde del bosque. AllÃ, empezaron a correr como si el diablo anduviera tras ellos. Solo en una ocasión Michel echó una mirada por encima del hombro. Guiscard y sus guerreros no parecÃan perseguirlos.
Finalmente llegaron a la iglesia, y poco después a Fleury, su pueblo natal, que estaba en una hondonada entre las colinas. De la treintena de casas campesinas, alrededor de la mitad rodeaban una extensa plaza en la que los lugareños atendÃan sus trabajos. Julien, el herrero, destrozaba con unas tenazas el hielo que cubrÃa el pozo. Varias mujeres hacÃan pan en el horno del pueblo mientras intercambiaban los cotilleos más recientes.
Michel y Jean corrieron hacia su cabaña, ante la que su padre, un hombre rubio, de anchos hombros, estaba en ese momento cortando leña. Su respiración humeaba en el aire gélido. A su lado, su hermana Vivienne, de dos años, jugaba en la nieve.
—¿Dónde os habÃais metido? —preguntó—. Ya os he dicho que tenéis que limpiar la pocilga.
—Pierre —jadeó Michel—. Lo han encadenado… Guiscard… furtivo…
Su padre dejó caer el hacha y frunció el ceño.
—¿Guiscard ha sorprendido a Pierre cazando furtivamente?
Michel asintió.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Lo has visto?
Cuando Michel se disponÃa a balbucear una respuesta, su padre dijo:
—Primero recobra el aliento. Luego, cuéntame en orden qué es lo que ha pasado.
Antes de que Michel pudiera empezar, Guiscard, sus hombres y el desdichado Pierre aparecieron en el sendero que bajaba de la colina junto a la iglesia. Con el hacha en la mano, el padre de Michel salió a la plaza para poder ver mejor. También los otros habitantes del pueblo interrumpieron su trabajo y alargaron el cuello.
Los dos guerreros arrastraron a Pierre hasta la plaza, y junto al pozo uno de los hombres le dio una patada en la corva. Debido a las cadenas, el carbonero no pudo frenar su caÃda y dio con el rostro en la nieve. Gimió ligeramente, pero no hizo intento alguno de levantarse.
Nadie corrió en su ayuda. Con la llegada de los hombres, los lugareños habÃan dejado la plaza a toda prisa. Ahora estaban delante de sus cabañas, temerosos, observando en silencio los acontecimientos.
Guiscard tiró de las riendas de su caballo y arrojó a la nieve dos conejos muertos. La voz que acto seguido salió de la capucha era ronca y oscura, casi como el gruñido de un animal de rapiña.
—Este canalla ha osado cazar furtivamente en el bosque comunal y matar estas liebres. Al hacerlo nos ha robado a todos… a vosotros, a mà y a Su Gracia el duque Mateo. Al parecer, cree que la ley no va con él. Ved lo que les sucede a aquellos que violan la veda.
El caballero hizo una seña a sus guerreros, y los dos hombres cogieron a Pierre por los brazos y lo pusieron en pie.
—Tened piedad, señor, os lo imploro —suplicó el carbonero, mientras la sangre brotaba de su nariz rota.
—Id a la casa —ordenó el padre de Michel.
Sin titubear, Michel cogió la mano de su hermana, que parecÃa a punto de echarse a llorar. Jean no dio muestras de ir a seguirle. Con fascinado horror, contemplaba a los guerreros que llevaban a Pierre a través de la plaza.
—¡Ven! —siseó Michel.
A regañadientes, su hermano le siguió dentro de la choza.
—¿Crees que van a colgar a Pierre? —preguntó cuando Michel cerró la puerta—. ¿Lo crees?
Michel rogaba por que Pierre recibiera un castigo más suave. Sin duda no podÃa soportar al carbonero, pero estaba muy lejos de desearle la muerte. Sin dar una respuesta a Jean, atravesó la parte delantera de la choza, en la que se encontraba la cochiquera con el cerdo de la familia, y puso a Vivienne en uno de los dos catres que habÃa junto a la hoguera. Estaba hecho de pieles y mantas de lana burda sobre un sencillo armazón de madera y era lo bastante ancho como para que los tres hermanos pudieran dormir en él.
—No llores —dijo cuando la niña empezó a sollozar—. No tienes que tener miedo. —Le dio su muñeca—. Mira, aquà está Joie. Juega un poquito con ella, ¿eh?
Vivienne lloraba constantemente, la mayorÃa de las veces sin motivo aparente, y a veces Michel tenÃa ganas de darle un coscorrón. Pero nunca lo hacÃa. Jamás lo habrÃa admitido, pero querÃa a su hermana pequeña y no le importaba cuidar de ella. Desde la repentina muerte de su madre hacÃa apenas dos años, ese era su deber, y se lo tomaba muy en serio.
Felizmente, Vivienne se calmó y poco después estaba sumida en sus juegos. Michel volvió junto a Jean, ignorando al cerdo que alargaba el hocico en espera de alimento.
—¡Están atándolo! —exclamó Jean, que observaba la plaza por uno de los respiraderos de la pared de la casa. Como la mayorÃa de las cabañas de Fleury, tampoco la suya tenÃa verdaderas ventanas.
Michel sacó la paja de otra rendija en la pared y miró fuera. Los guerreros habÃan llevado a Pierre hasta la taberna del pueblo, donde habÃan cortado sus ataduras y le habÃan atado las manos a una viga del alero.
Guiscard descabalgó con una vara de abedul en la mano. Se echó atrás la capucha, dejando al descubierto su cráneo pelado y lleno de cicatrices. Cuando se dirigió hacia la taberna, la nieve crujió bajo sus botas.
—Señor, esperad… por favor —dijo el padre de Michel.
Guiscard se volvió y le miró fijamente. Michel ya habÃa visto a menudo esa mirada: «No tienes derecho a dirigirte a mà —parecÃa decir—. Eres escoria, menos que la porquerÃa de las suelas de mis botas. DeberÃa matarte por esta desvergüenza». Guiscard miraba de ese modo a todos los siervos.
Pero el padre de Michel no se dejó intimidar.
—Es un duro invierno, señor —dijo—. Pierre ha cazado en furtivo para no morir de hambre. Apiadaos de él, y nos encargaremos de que no vuelva a hacerlo.
Michel se mordió el labio. El puño de Guiscard se cerraba en torno a la vara como si estuviera considerando la posibilidad de azotar al padre de Michel en vez de al carbonero.
—No importa por qué lo ha hecho —respondió ásperamente el caballero—. La ley es la ley, y no hay excepciones. ¿Cuándo vais a aprenderlo de una vez, esclavos?
Con pasos pesados, se dirigió hacia la taberna. Uno de los guerreros sacó un puñal, rasgó la cogulla de Pierre y dejó al descubierto la pálida espalda del carbonero.
Guiscard cogió impulso. Pierre gritó de dolor cuando la vara sacudió su piel. El caballero golpeó una y otra vez, de manera que la espalda de Pierre pronto estuvo cubierta de sangrientos verdugones. Aunque Michel apenas soportaba verlos, no podÃa apartar la mirada. Estaba allà sentado conteniendo el aliento, mirando por la rendija, como hechizado por el espantoso acontecimiento delante de la taberna.
Solo cuando Vivienne empezó a llorar, logró apartarse de allÃ. Se sentó junto a ella en el lecho y le habló con palabras tranquilizadoras. No sirvió de nada: lloraba incluso más. A Michel no se le ocurrió otra cosa que taparle los oÃdos para que no oyera los gritos de Pierre.
En algún momento, el carbonero enmudeció.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Michel a su hermano, que seguÃa espiando por el respiradero.
—El señor se ha detenido —respondió Jean.
—¿Y Pierre… está… está muerto?
—No lo sé…
El miedo de Vivienne se habÃa calmado un poco y ya no lloraba. Michel le dio su muñeca, corrió a la rendija del muro y miró hacia la taberna. Pierre colgaba inmóvil de sus ataduras, su espalda era una sola herida. Michel no era capaz de distinguir si estaba muerto o solo desmayado. Uno de los guerreros sonreÃa despectivo a los lugareños.
Guiscard tiró la vara de abedul a la nieve y montó.
—Soltadlo —ordenó.
El padre de Michel y otros dos lugareños, Jacques y Renier, corrieron hacia Pierre y cortaron sus ataduras. El carbonero gimió cuando los tres hombres lo tumbaron boca abajo en el suelo. El padre de Michel murmuró algo, y Renier cruzó corriendo la pla