
—¿Por qué diablos te comportas como si nada te importara? —El golpe seco que dio en la mesa logró que lo encarara. Dios, estaba tan cansada de todo esto, pero no habÃa mucho que pudiera hacer para cambiarlo, no aún.
—No es eso, papá… Sólo no sé qué decirte —musité intentado sonar conciliadora. Entornó los ojos, negando con molestia. No me asustaba, aunque tampoco me hacÃa sentir cómoda, si alguien me hubiera preguntado. Lo cierto es que me sentÃa culpable por saberlo asÃ, sin ella.
—Papá, yo tampoco tenÃa ganas de ir, la casa de los abuelos es muy aburrida y tenÃamos mucha tarea. No te enojes —le pidió Bea, mi hermana menor que, aunque tenÃa catorce años, muchas veces parecÃa demasiado suspicaz y madura. PoseÃa un carácter chispeante, fresco, que iluminaba nuestros dÃas. Siempre hacÃa eso, interceder a mi favor.
La miré agradecida, ella me regaló una sonrisa de complicidad apenas perceptible. Mi padre, al escucharla, frunció el ceño. Bea se levantó con dulzura desbordada, se acercó a él colocando una mano sobre su antebrazo buscando sus ojos y le sonrió con su peculiar candidez. Lo manejaba sin problema, y a mà también, debo admitir.
—No fue su culpa, yo fui la que dijo que no querÃa ir —mintió. Él la evaluó desconcertado, escéptico. Bajé la vista hasta mi ración, sentÃa cómo me escrutaba. No le creÃa y es que ella siempre deseaba ir, visitarlos y era yo la que solÃa buscar algún pretexto para no hacerlo.
—Está bien —escuché al fin. Aunque casi suelto un suspiro, me logré contener—. Pero no quiero que vuelva a suceder —advirtió con autoridad. Cuando se dirigÃa a ella su voz era dulce y aterciopelada, muy diferente de cuando me hablaba a m×. Bea, tus abuelos quieren verlas, una vez al mes me parece que no es mucho pedir. Recuerda que a tu madre —en cuanto la nombró sentà el ya tan familiar dolor en el estómago— le hubiera gustado que convivieran con ellos, son sus padres y ustedes son lo único que les queda de ella. Ésa es una de las razones por las que estamos aquà —le recordó con un tono ausente y atormentado.
—Lo sé, papá, no volverá a suceder. ¿De acuerdo? Les marcaremos para disculparnos. ¿No es asÃ, Sara? —me apremió.
Asentà enseguida.
Escuché cómo ella le daba un beso apretujado.
Aún no me animaba a levantar la vista. Las sillas se deslizaron y enseguida supe que ambos ya estaban listos para comenzar la nada divertida cena. Veinte minutos después apenas si pude probar bocado, sin embargo, no le iba a dar más motivos para que me sermoneara nuevamente. Ya habÃa tenido mi dosis y tampoco era masoquista.
Bea y papá tenÃan una relación muy singular en la cual yo salÃa sobrando. SabÃa que si «ella» aún viviera, las cosas serÃan completamente diferentes. Pero no era asÃ, murió tres años atrás y ahora vivÃamos esa vida que en lo absoluto se parecÃa a la que se vislumbraba en aquel entonces.
Subà las largas escaleras arrastrando los pies. Al llegar a la planta alta solté un suspiro y continúe mi camino hasta mi recámara que colindaba con la de Bea. Una estaba al lado de la otra y las unÃa un mismo baño que era nuestra «zona neutral». Asà la denominamos desde el primer dÃa; un espacio de ambas, pero que no le pertenecÃa a ninguna.
Me puse la piyama, me quité el rÃmel, lavé mis dientes y mi rostro, serena. Diez minutos después, una vez acostada, tomé mi reproductor y puse a todo volumen Kasabian, un grupo lo suficientemente estridente como para no permitirme pensar y asà lograr evadir todos los recuerdos dolorosos y recurrentes que martillaban mi cabeza sin piedad.
Desperté con el sonido de la alarma del celular. El pequeño aparato que me ayudó a conciliar el sueño yacÃa en el piso, justo a un lado de mi cama matrimonial.
Me desperecé sintiendo nuevos brÃos. Era agosto, hacÃa una semana que habÃamos entrado de nuevo a clases y cursaba mi último año de bachillerato, como lo llamaban aquà en México. Martes, un dÃa común pero que más valÃa enfrentar con buena cara, y eso harÃa.
Si aún continuáramos viviendo en Vancouver —lugar donde nacà hace casi 18 años—, me faltarÃan dos años y no uno para terminar el High School, pero eso era bueno, mi tiempo en esa casa terminarÃa pronto y me irÃa lejos, cosa que no sólo me darÃa ánimos a mÃ, sino también a Gabriele, mi padre. Pese a que nunca decÃa nada y se dedicaba a darme todo lo que su buena posición me podÃa proporcionar, sabÃa que en los últimos tres años mi presencia le causaba un enorme dolor. Entre que me culpaba, con cierta razón, por la muerte de mi madre, y entre mi innegable parecido con ella, era evidente que le resultaba bastante incómoda mi estadÃa allÃ.
Me bañé de prisa. Me puse lo primero que encontré. Acomodé mis grandes rizos para que a mitad de la mañana y con la humedad que caracterizaba esta época del año en Guadalajara, no fuera a parecer más un micrófono que otra cosa. Me pinté las pestañas, tomé mi mochila y bajé rápidamente. El desayuno ya estaba servido.
—Hola, Aurora —saludé sonriendo apenas, relajada.
Papá la contrató casi desde que nos mudamos aquÃ. Se encargaba, junto con Rita, de la limpieza, aunque en realidad ella era la que dirigÃa todo, incluidas a Bea y a mÃ, mientras que Rita se dedicaba a seguir sus órdenes sin chistar.
—Hola, Sara. ¿Ya despertó Bea? —preguntó de forma casual. Me senté frente a unos enormes hot cakes y un jugo de naranja recién exprimido. Aún no me acostumbraba a desayunar de esa forma tan vasta a tan tempranas horas, sin embargo, Aurora era muy estricta y no nos permitÃa salir de casa sin engullir lo que ella habÃa dispuesto para nosotras, y para mÃ, cuando se trataba de comida, la verdad, no tenÃa mucho freno. Ella era lo más cercano a una madre, asà que jamás buscábamos hacerla enojar.
—SÃ, escuché la regadera justo cuando salÃa de la recámara.
—Espero que ya no tarde, como suele hacerlo. Dime, ¿qué tal tu noche? —Ahora sà me miraba, mientras bebÃa un largo sorbo de café. SabÃa que habÃa escuchado el regaño de mi padre, pasaba con regularidad, aunque no a diario y eso la preocupaba. Encogà los hombros, indiferente, picaba mi desayuno.
—Bien… Llovió, ¿no es asÃ? —Sonrió entornando los ojos. Asintió buscando otra cosa en que entretenerse, gesto que le agradecÃ.
Tiempo atrás ella habÃa decidido que si Bea era la favorita de papá, entonces yo serÃa la suya, y pese a que nos trataba con igualdad, era evidente que le gustaba suavizarme las cosas.
Media hora después llegué al colegio. Estacioné mi auto y corrà al salón. Siete y treinta era la hora de entrada, llegué a tiempo, y lo comprendà al ver que todos estaban conversando aún en los pasillos.
Entré al salón agitada, estaba en el cuarto piso. La escuela era enorme, a veces eso era un inconveniente si salÃa con el tiempo justo. Aún no llegaba la maestra. Solté el aire haciéndome a un lado los rizos que se cruzaban por mi frente gracias a la carrera que sostuve.
Romina, mi mejor amiga, me vio desde el extremo izquierdo del salón y agitó la mano para que me acercara. Como siempre, no estaba sola, pero despachó enseguida a los chicos que la rodeaban. Le sonreà agradecida y caminé entre las bancas. Unos cuantos compañeros me saludaron mientras avanzaba.
ParecÃa inquieta, más de la cuenta pude notar, aunque no me preocupaba, ya que pronto sabrÃa el motivo. Ella tenÃa una personalidad extrovertida, por lo que era común encontrarla dando brinquitos o gritando con efusividad.
Éramos lo opuesto en muchos sentidos y supongo que de ahà venÃa nuestra afinidad. Su cabello color canela perfectamente alisado caÃa hasta la cintura; mientras el mÃo, castaño oscuro, me llegaba a los hombros y siempre lucÃa hecho un desastre. Se maquillaba discreta y hábilmente, de manera que dejaba la duda de si asà se levantaba cada mañana. De la misma estatura que yo, uno sesenta y ocho, pero con un cuerpo no delgado y escueto como el mÃo, sino torneado y atlético, el cual, además, sabÃa perfectamente cómo lucir.
TenÃamos tres años de conocernos, desde el último grado de secundaria. De hecho, gracias a ella fue que ingresé en esa escuela, y aun asÃ, no podÃa evitar siempre sentirme fuera de lugar a su lado. La querÃa tanto como ella a mÃ, por ello, no nos habÃamos separado en todo ese tiempo pese a ser tan distintas.
—Hola, gracias. —Señalé el sitio que apartó y donde estaba cuidadosamente acomodado su bolso. Levantó los hombros sin darle mucha importancia.
—Ayer ya no contestaste mi mensaje —se quejó. Fruncà el ceño, ¿de qué hablaba? Giró los ojos, sonriendo—. De veras, Sara, ¿en dónde tienes la cabeza? Te lo mandé como a las nueve. MorÃa por llamarte, pero supuse que a Gabriele no le gustarÃa mucho que lo hiciera.
—Y qué bueno que te contuviste, tuve problemas en la cena. —Se acercó a mà y colocó una mano comprensiva sobre mi antebrazo, olvidando mágicamente su reclamo por mi falta de consideración y su obsesión con el celular.
—¿De nuevo?
—SÃ, ya sabes que él es asÃ… —lo justifiqué resignada. Asintió evaluándome no muy convencida. No le podÃa mentir, jamás lo habÃa hecho, sabÃa todo de mà y yo, todo de ella.
—SÃ, pero se pasa, ¿ahora por qué fue? Deja… —Levantó la mano, callándome antes de que hubiera abierto la boca—. Se posó una mosca en su comida y juró que tú con tus poderes telepáticos la pusiste ahà a propósito —se burlaba, no con alegrÃa sino molesta. Entorné los ojos negando.
—No exageres. Sà es…
—No lo disculpes, Sara, por favor. ¿Qué sucedió? —me interrogó arqueando una ceja. Le narré rápidamente el porqué de la discusión y asintió más tranquila.
—OK, esta vez puede…. sólo estoy diciendo que «puede» ser que como buen adulto se molestara porque no fueron con sus abuelos.
—Lo sé, pero ni Bea ni yo lo recordamos —me defendà sinceramente.
—Qué raro, tú siempre estás atenta y difÃcilmente olvidas algo —musitó.
Entrecerré los ojos dedicándole una mortÃfera mirada debido a su tono cargado de sarcasmo. Sin embargo, no pude excusarme, era cierto; solÃa ser despistada y poco atenta a lo que no me interesaba. En ese momento llegó la maestra, por lo que la conversación terminó y no hablamos más hasta que la clase acabó.
—¿Te podrÃas tomar la molestia de siquiera prender tu celular y revisar lo que te mandé ayer? Sé que no te importa, pero finge que sÃ. —Me guiñó un ojo mientras caminábamos fuera del salón.
Saqué el celular de la mochila y lo encendÃ. Esperé y enseguida entraron mensajes, evidentemente varios eran de ella.
—¡Ves! Ahà está. Aunque si hubiera sido una emergencia probablemente ya estarÃa en mi velorio y no te hubieras enterado.
—Qué quejosa eres… —Reà por ese dramatismo inherente a ella y lo leà mientras caminábamos juntas.
«Parece que se vislumbran nuevos horizontes, abre bien los ojos, puede que ahora sà llegue lo merecido».
La miré arrugando la nariz. Qué poética. ¿Eso era tan importante? Ni siquiera entendÃa sus analogÃas.
—¿Qué? —me preguntó como si el mensaje fuera de lo más claro.
—Eres increÃble, Romina, ¿de qué horizontes hablas? DeberÃas de ponerte a hacer algo de provecho en vez de estarme mandado mensajes que ni siquiera comprendo y dejar de fingir que escribes poesÃa —la regañé.
Me detuvo en medio del pasillo para acercarnos a la cromada barandilla y no estorbar.
—Sara, «horizontes», «perspectivas». —Intentó hacerme ver. No, no la entendÃa. Giré los ojos—. Chicos nuevos, Sara, chicos nuevos —soltó exasperada.
Refunfuñé, soltando un bufido. Algo asà debÃa de ser, eso era a lo que ella se dedicaba. Ya habÃa tenido más novios de los que podÃa contar con los dedos de mis manos y parecÃa que siempre estaba decidida a incrementar su lista. Me zafé y continúe caminando.
—Eso qué tiene de novedoso, Romina, aquà entran chicos nuevos cada año, a veces a mitad del ciclo. Mejor estudia para que salgas en listas de la universidad.
—Deja eso. Me topé en Messenger con Lorena y me dijo que ayer, casi a la hora de la salida, vinieron aquà a la escuela tres chicos, dos hombres y una mujer, de bastante buen ver.
—¿Y…?
—¿Cómo que «y»? Pues que puede ser que sin querer nos conozcamos.
—Eso es poco probable, no sabes ni siquiera si entraron, si van para licenciatura. En serio, deja eso ya —le rogué con hastÃo. Negó de inmediato.
—Lorena dice que la secretaria de la prepa les estaba mostrando las instalaciones y, además, ella misma le preguntó cuando se fueron. Dice Lorena que de verdad están para comérselos. —ParecÃa muy emocionada. Ya casi llegábamos a mi salón, y esa clase no la tomábamos juntas.
—Y me imagino que mueres por saber si Lorena exageró.
—Obviamente, además, a esta escuela le urge sangre nueva, ya me harté de las mismas caras.
—Gracias… —dije sarcástica. Soltó una carcajada entendiendo mi ironÃa.
—Eres imposible, no sé ni para que te hablo sobre mis nuevos horizontes, parece que tú jamás volverás a tener novio, si es que ese remedo, de cuando Ãbamos en primer semestre, cuenta. —Recordé a Jorge. ¡Puaj! Torcà la boca.
—¿Por qué lo tienes que mencionar? —pregunté fastidiada. Eso fue patético.
—Porque es m