1
Un arte menor
«Ahora que estoy muerta lo sé todo», esperaba poder decir, pero como tantos otros de mis deseos ése no se hizo realidad. Sólo sé unas cuantas patrañas que antes no sabÃa. Huelga decir que la muerte es un precio demasiado alto para satisfacer la curiosidad.
Desde que estoy muerta —desde que alcancé este estado en que no existen huesos, labios, pechos...— me he enterado de algunas cosas que preferirÃa no saber, como ocurre cuando escuchas pegado a una ventana o abres una carta dirigida a otra persona. ¿Creéis que os gustarÃa poder leer el pensamiento? Pensadlo dos veces.
Aquà abajo todo el mundo llega con un odre como los que se usan para guardar los vientos, pero cada uno de esos odres está lleno de palabras: palabras que has pronunciado, palabras que has oÃdo, palabras que se han dicho sobre ti. Algunos odres son muy pequeños y otros más grandes; el mÃo es de tamaño mediano, aunque muchas de las palabras que contiene se refieren a mi ilustre esposo. Dicen que me vio la cara de tonta. Ésa era una de sus especialidades: engañar a la gente. Siempre se salÃa con la suya. Otra de sus especialidades era escabullirse.
Era sumamente convincente. Muchos dan por auténtica su versión de los hechos, salvo quizá por algún asesinato, alguna beldad seductora, algún monstruo de un solo ojo. Hasta yo le creÃa, a veces. SabÃa que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni me contara mentiras. ¿Acaso yo no habÃa sido fiel? ¿No habÃa esperado y esperado pese a la tentación —casi la inclinación— de hacer lo contrario? ¿Y en qué me convertà cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante: un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podÃan ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas como yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los contadores de historias. «¡No sigáis mi ejemplo!», me gustarÃa gritaros al oÃdo. ¡SÃ, a vosotras! Pero cuando intento g