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Estación de peaje de Alnabru,
1 de noviembre de 1999
Un pájaro de color gris entraba y salÃa planeando del campo de visión de Harry, que tamborileaba con los dedos en el volante. Tiempo lento. El dÃa anterior, alguien habÃa estado hablando en televisión de tiempo lento. Y aquello era tiempo lento. Como las horas que, en la Nochebuena, precedÃan a la llegada del duende de la Navidad. O el tiempo que transcurrÃa en la silla eléctrica antes de que conectasen la corriente.
Harry tamborileó con los dedos con más fuerza.
Estaban detenidos en la explanada que se extendÃa detrás de las cabinas de la estación de peaje. Ellen elevó un punto el volumen de la radio. El reportero hablaba con solemnidad y respeto:
—Su avión aterrizó en nuestro paÃs hace cincuenta minutos y, exactamente a las seis treinta y ocho, el presidente pisó suelo noruego. Le dio la bienvenida el presidente del gobierno municipal de Jevnaker. Hace un precioso dÃa otoñal aquÃ, en Oslo, un hermoso marco noruego para esta cumbre. Oigamos de nuevo las declaraciones del presidente a los representantes de la prensa hace media hora.
Aquella era la tercera retransmisión. Harry volvió a ver ante sà el creciente grupo de periodistas que se agolpaban detrás de las barreras de control. Los hombres vestidos de gris que habÃa al otro lado de los controles, y que solo a medias se esforzaban por no parecer agentes de los servicios secretos mientras alzaban los hombros y los relajaban de nuevo, escrutaban a la multitud, comprobaban por duodécima vez que tenÃan el receptor bien fijado a la oreja, se encajaban las gafas de sol, volvÃan a escrutar a la multitud, detenÃan la mirada un par de segundos en un fotógrafo que llevaba un objetivo demasiado largo, volvÃan a escrutar a la gente, comprobaban, por decimotercera vez, que el receptor estuviera en su sitio. Alguien le dio al presidente la bienvenida en inglés, se hizo un silencio seguido de un carraspeo en el micrófono.
—First let me say I’m delighted to be here… —aseguró el presidente por cuarta vez con ese acento americano ronco y relajado.
—Según he leÃdo hace poco, un célebre psicólogo estadounidense asegura que el presidente sufre TPM —observó Ellen.
—¿TPM?
—Trastorno de personalidad múltiple. El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Según la opinión del psicólogo, su personalidad pública no sospechaba que la otra, la bestia del sexo, habÃa mantenido relaciones sexuales con aquellas mujeres. Por esa razón, ningún tribunal pudo sentenciarlo por haber mentido al respecto bajo juramento.
—¡Dios! —exclamó Harry observando el helicóptero que sobrevolaba sus cabezas.
Una voz con acento noruego hablaba por la radio:
—Señor presidente, esta es la primera vez que un presidente americano viene a Noruega en visita oficial. ¿Cómo se siente?
Pausa.
—Es una gran satisfacción estar aquà otra vez. Y lo más importante es, en mi opinión, que los dirigentes del Estado de Israel y del pueblo palestino puedan reunirse aquÃ. La clave de…
—Señor presidente, ¿tiene algún recuerdo de su anterior visita a Noruega?
—Por supuesto. En las conversaciones de hoy, espero que podamos…
—Señor presidente, ¿qué importancia han tenido Oslo y Noruega para la paz mundial?
—Noruega ha desempeñado un papel importante.
Se oye preguntar a una voz sin acento noruego.
—¿Qué resultados concretos cree el presidente que pueden alcanzarse, desde un punto de vista realista?
La conexión se interrumpió y una voz intervino desde el estudio:
—¡Ya lo hemos oÃdo! El presidente opina que Noruega ha representado un papel decisivo para… la paz en Oriente Medio. En estos momentos el presidente va camino de…
Harry lanzó un gruñido y apagó la radio.
—¿Qué es lo que le está pasando a este paÃs, Ellen?
La joven se encogió de hombros.
—Punto veintisiete comprobado —resonó en el transmisor del salpicadero.
Él la miró.
—¿Todos listos en sus puestos? —preguntó.
Ellen asintió.
—Entonces, ya podemos empezar —sentenció Harry.
Ella alzó la vista al cielo: era la quinta vez que Harry decÃa lo mismo desde que el cortejo salió de Gardermoen. Desde el lugar donde estaban aparcados podÃan ver la autopista vacÃa extenderse desde la estación de peaje y discurrir subiendo hacia Trosterud y Furuset. Las luces azules del techo giraban sin cesar, lentamente. Harry bajó la ventanilla y sacó la mano para retirar una hoja mustia y amarillenta que se habÃa quedado atascada bajo el limpiaparabrisas.
—Un petirrojo —dijo Ellen, y señaló con la mano—. Un ave rara a estas alturas del otoño.
—¿Dónde?
—AllÃ. En el techo de aquel expendedor de tÃquets.
Harry se agachó para mirar al frente por la luna delantera.
—¡Ah, vaya! ¿Asà que eso es un petirrojo?
—Pues sÃ. Claro que me imagino que tú no verás la diferencia entre un petirrojo y un tordo de alas rojas, ¿me equivoco?
—Correcto.
Harry entornó los ojos. ¿EstarÃa quedándose miope?
—Es un pájaro extraño, el petirrojo —dijo Ellen mientras volvÃa a enroscar el tapón del termo.
—No lo dudo —dijo Harry.
—El noventa por ciento se marcha al sur, pero unos cuantos se arriesgan y se quedan aquÃ.
—¿Cómo que se quedan aqu�
De nuevo se oyó el carraspeo de la radio:
—Puesto sesenta y dos al cuartel general. Hay un coche desconocido aparcado en el arcén, a doscientos metros de la salida hacia Lørenskog.
Una voz grave respondió desde el cuartel general en el dialecto de Bergen:
—Un segundo, sesenta y dos. Vamos a comprobarlo.
Silencio.
—¿Han comprobado los aseos? —preguntó Harry señalando con la cabeza hacia la estación de servicio de Esso.
—SÃ, la gasolinera está vacÃa, no hay ni clientes ni empleados. Salvo el jefe. Lo tenemos encerrado en la oficina.
—¿Los expendedores de tÃquets también?
—Comprobados. Relájate, Harry, ya hemos revisado todos los puntos de control. Bueno, pues eso, que los que se quedan prueban suerte por si se presenta un invierno suave, ¿entiendes? Puede que les vaya bien, pero si se equivocan, mueren. Asà que, ¿por qué no partir hacia el sur por si acaso, te preguntarás tú? ¿Es simplemente porque los que se quedan son perezosos?
Harry miró en el espejo y vio a los vigilantes apostados a ambos lados del puente del ferrocarril. Iban vestidos de negro y llevaban casco y ametralladoras MP5 colgadas del cuello. Incluso desde donde estaba, Harry podÃa ver por sus gestos lo tensos que estaban.
—La historia es que si el invierno se presenta suave, podrán elegir los mejores lugares para anidar antes de que vuelvan los demás —explicó Ellen al tiempo que se esforzaba por encajar el termo en la guantera repleta—. Se trata de un riesgo calculado, ¿comprendes? Puedes ganar a la loterÃa o joderla del todo. Apostar o no apostar. Si apuestas, puede que una noche te caigas congelado de la rama y no te descongeles hasta la primavera. Si te rajas, puede que no folles cuando regreses. Vamos, ese tipo de dilemas eternos a los que siempre tenemos que enfrentarnos.
—Llevas el chaleco antibalas, ¿verdad? —preguntó Harry girando el cuello para mirar a Ellen.
Ella no respondió, se limitó a mover la cabeza de un lado a otro mientras contemplaba la autovÃa.
—¿Lo llevas o no lo llevas?
Ellen se golpeó los nudillos contra el pecho por toda respuesta.
—¿El ligero?
Ella asintió.
—¡Joder, Ellen! Di órdenes de llevar chaleco de plomo. No esos de juguete.
—¿Tú sabes lo que suele llevar aquà la gente del Servicio Secreto?
—Déjame adivinar: ¿chalecos ligeros?
—Exacto.
—¿Y sabes para quién trabajo yo?
—Déjame adivinar: ¿para el Servicio Secreto?
—Exacto.
Ella sonrió y también Harry estiró los labios en una sonrisa cuando se oyó el carraspeo de la radio.
—Cuartel general a puesto sesenta y dos. El Servicio Secreto dice que el que está aparcado en la salida a Lørenskog es uno de sus coches.
—Aquà puesto sesenta y dos. Recibido.
—¡Ahà lo tienes! —dijo Harry irritado, dando un puñetazo al volante—. Sin comunicación alguna, esa gente del Servicio Secreto va a lo suyo sin contar con nadie. ¿Qué hace allà ese coche sin que nosotros lo sepamos? ¿Eh?
—Controlar que nosotros hacemos nuestro trabajo —dijo Ellen.
—Según las directrices que ellos nos han dado.
—Bueno, de todos modos, algún poder de decisión sà que tienes, asà que deja de quejarte —dijo ella—. Y deja de tamborilear con los dedos en el volante.
Los dedos de Harry cayeron obedientes en el regazo. Ella rió y él lanzó un largo silbido.
—¡Yayaya!
Sus dedos fueron a dar en la culata de su arma reglamentaria, un revólver Smith & Wesson, calibre 38, de seis proyectiles. En el cinturón llevaba además dos cargadores rápidos con seis balas cada uno. Acarició el revólver sabiendo que, en aquellos momentos, no estaba autorizado a llevar armas. Tal vez fuese cierto que se estaba quedando miope pues, tras el curso de cuarenta horas que habÃa seguido aquel invierno, habÃa fallado en las pruebas de tiro. Aunque aquello no era, desde luego, insólito, sà era la primera vez que le ocurrÃa a él y no lo llevaba nada bien. En realidad, no tenÃa más que presentarse a las siguientes pruebas y eran muchos los que lo intentaban hasta cuatro y cinco veces pero, por alguna razón, Harry siempre se habÃa librado de repetirla.
Un nuevo carraspeo: «Punto veintiocho, sobrepasado».
—Ese es el penúltimo punto del distrito policial de Romeriket —observó Harry—. El siguiente punto de paso es Karihaugen, y después son nuestros.
—¿Por qué no pueden hacer como hemos hecho siempre, simplemente decir por dónde está pasando el cortejo, en lugar de la pesadez de tanto número? —preguntó Ellen en tono quejumbroso.
—¡AdivÃnalo!
Ambos respondieron a coro: «¡Cosas del Servicio Secreto!». Y se echaron a reÃr.
—Punto veintinueve, sobrepasado.
Harry miró el reloj.
—Vale, los tendremos aquà dentro de tres minutos. Cambiaré la frecuencia del transmisor a la del distrito policial de Oslo. Haz el último control.
Un sonido áspero y disonante surgió de la radio mientras Ellen cerraba los ojos para concentrarse en las confirmaciones que se iban sucediendo. Finalmente, colgó el micrófono en su lugar.
—Todo el mundo listo y en su puesto.
—Gracias. Ponte el casco.
—¡¿Cómo?! De verdad, Harry…
—Ya me has oÃdo. ¡Que te pongas el casco tú también!
—Es que me queda pequeño.
Otra voz se dejó oÃr: «Punto uno, superado».
—¡Joder! A veces eres tan… poco profesional.
Ellen se encajó el casco, ajustó la barbillera y cerró la hebilla.
—Yo también te quiero —declaró Harry mientras estudiaba con los prismáticos la carretera que tenÃan delante—. Ya los veo.
En la parte superior de la pendiente que conducÃa hacia Karihaugen se distinguÃan destellos de metal. Harry solo veÃa de momento el primer coche de la fila, pero conocÃa bien la continuación: seis motocicletas conducidas por agentes especialmente entrenados de la sección de escoltas de la policÃa noruega, dos coches de escolta noruegos, un coche del Servicio Secreto, dos Cadillac Fleetwood idénticos, vehÃculos especiales del Servicio Secreto, traÃdos en avión desde Estados Unidos, en uno de los cuales viajaba el presidente, aunque se mantenÃa en secreto en cuál. O tal vez iba en los dos, se dijo Harry. Uno para Jekyll y otro para Hyde. A continuación iban los vehÃculos de mayor tamaño, el coche del Servicio Médico, el de comunicaciones y varios del Servicio Secreto.
—Todo parece tranquilo —dijo Harry mientras movÃa los prismáticos despacio, de derecha a izquierda.
El aire reverberaba sobre el asfalto, pese a que hacÃa una frÃa mañana de noviembre.
Ellen vio la silueta del primer coche. Dentro de media hora habrÃan dejado atrás la estación de peaje y tendrÃan superada la mitad del trabajo. Y, dos dÃas después, cuando los mismos coches pasaran ante la estación de peaje en sentido contrario, Harry y ella podrÃan volver a sus tareas policiales de siempre. Ella preferÃa vérselas con cadáveres en la sección de Delitos Violentos a tener que levantarse a las tres de la madrugada para sentarse en un Volvo helado con un Harry irascible, que, obviamente, se sentÃa presionado por la responsabilidad que habÃa recaÃdo sobre él.
A excepción de los resoplidos recurrentes de Harry, reinaba en el coche el silencio más absoluto. Ella comprobó que los indicadores de ambos aparatos de radio funcionaban perfectamente. La hilera de coches llegaba ya casi hasta el final. Decidió que, después del trabajo, se irÃa al Tørst y beberÃa hasta emborracharse. HabÃa allà un tipo con el que habÃa cruzado alguna mirada, tenÃa el cabello negro y rizado y ojos castaños de expresión algo desafiante. Delgado. Con un aire un tanto bohemio, intelectual. Tal vez…
—¡¿Qué co…?!
Harry ya se habÃa hecho con el micrófono: «Hay una persona en la tercera cabina desde la izquierda. ¿Alguien puede identificarla?».
La radio respondió con un silencio crepitante mientras la mirada de Ellen pasaba rápida por la hilera de cabinas. ¡AllÃ! Vio la espalda de un hombre tras el cristal marrón de la ventanilla, a tan solo cuarenta y cinco metros de donde se encontraban. A contraluz, la sombra dibujaba una silueta muy clara. Al igual que la de la breve porción de un cañón que sobresalÃa por la espalda del individuo.
—¡Un arma! —gritó Ellen—. ¡Tiene una pistola automática!
—¡Mierda!
Harry abrió la puerta del coche de una patada, se agarró al marco con las dos manos y salió de un salto. Ellen miraba fijamente la fila de coches, que no podÃa estar a más de cien metros de allÃ. Harry asomó la cabeza al interior del vehÃculo.
—No es ninguno de los nuestros, pero puede ser alguien del Servicio Secreto —aseguró—. Llama al cuartel general —dijo con el revólver en la mano.
—Harry…
—¡Vamos! Y quédate donde estás hasta que el cuartel general te confirme que es uno de sus hombres.
Harry empezó a correr hacia la cabina y hacia aquella espalda que se adivinaba debajo del traje. ParecÃa el cañón de una ametralladora Uzi. El frÃo aire de la mañana le herÃa los pulmones.
—¡PolicÃa! —gritó—. Police!
Ninguna reacción. Los gruesos cristales de las cabinas estaban pensados para aislar del ruido del tráfico. El hombre habÃa girado la cabeza hacia la hilera de vehÃculos y Harry pudo ver los cristales oscuros de las gafas de sol Ray-Ban. El Servicio Secreto. O alguien que querÃa hacerse pasar por uno de ellos.
Estaba a veinte metros.
¿Cómo se habrÃa metido en aquella cabina cerrada, si no era uno de ellos? ¡Demonios! Harry oyó qu