1. Las noches de Biarritz
Bajo la pérgola de la terraza se veÃan cinco manchas blancas y un punto rojo. Las manchas correspondÃan a la pechera y el cuello de una camisa, dos puños almidonados y un pañuelo que asomaba en el bolsillo superior de una chaqueta de smoking. El punto rojo era la brasa de un cigarrillo en los labios del hombre que permanecÃa inmóvil en la oscuridad.
Del interior llegaba sonido apagado de voces y música. HabÃa una luna terciada, decreciente, que esmerilaba el mar negro y plateado frente a la playa, entre los destellos del faro situado a la derecha y la parte alta de la ciudad vieja, débilmente iluminada, a la izquierda.
Era una noche serena y cálida, sin apenas brisa. Casi a mediados de mayo.
Lorenzo Falcó apuró el cigarrillo antes de dejarlo caer y aplastarlo bajo la suela del zapato. Dirigió otro vistazo al mar y la playa en sombras y miró hacia la zona más oscura de ésta, donde en ese momento alguien encendÃa y apagaba tres veces una linterna. Tras confirmar la señal regresó al interior cruzando el salón desierto, decorado en cromo y laca carmÃn, donde entre apliques art déco los grandes espejos reflejaban el paso de su figura delgada, elegante y tranquila.
HabÃa ambiente en la sala de juego, y Falcó dirigió una mirada a quienes se agrupaban en torno a las dieciocho mesas. En los últimos tiempos, la clientela del casino municipal habÃa cambiado. De los agitados años de coches rápidos y frenesà de jazz, grandes de España, millonarios anglosajones, cocottes de lujo y aristócratas rusos en el exilio, Biarritz no retenÃa gran cosa. En Francia gobernaba el Frente Popular, los obreros tenÃan vacaciones pagadas, y quienes mordisqueaban un habano o alargaban el cuello rodeado de perlas, pendientes del chemin de fer o del trente et quarante, eran clase media acomodada que se codeaba con restos de otra época. Ya nadie hablaba de la temporada en Longchamp, el invierno en Saint-Moritz o la última locura de Schiaparelli, sino de la guerra de España, las amenazas de Hitler a Checoslovaquia, los patrones para confección casera de Marie Claire o la subida del precio de la carne.
Falcó localizó fácilmente al hombre a quien buscaba, pues éste no se habÃa movido de la mesa de bacarrá: corpulento, con abundante pelo gris, vestÃa un smoking de muy buen corte. Continuaba junto a la misma mujer —su esposa—, y se inclinaba hacia ella para conversar en voz baja mientras jugueteaba con las fichas apiladas en el tapete verde. ParecÃa perder más que ganar, pero Falcó sabÃa que ese individuo podÃa permitÃrselo. En realidad podÃa permitirse casi todo, pues se llamaba Tasio Sologastúa y era uno de los hombres más ricos de Neguri, el barrio selecto y adinerado de Bilbao, corazón de la alta burguesÃa vasca.
Desvió la vista hacia la mesa contigua. Desde allÃ, de pie entre los curiosos, Malena Eizaguirre vigilaba de lejos al matrimonio. La mirada de Falcó se encontró con la suya, él hizo el gesto discreto de tocarse el reloj en la muñeca izquierda y ella asintió levemente. Con aire casual, Falcó fue a situarse a su lado. Cabello corto ondulado a la moda, ojos negros y grandes, Malena era atractiva sin excesos: algo regordeta, treinta años y facciones correctas, aunque su vestido de noche, un Madame Grès de chifón blanco drapeado, le daba un agradable aire clásico de remembranzas griegas.
—No se han movido de ahà —dijo ella.
—Ya veo... ¿La mujer ha perdido mucho?
—Lo habitual. Fichas de quince mil francos, una tras otra.
Compuso Falcó una mueca divertida. Edurne Lambarri de Sologastúa era muy aficionada al bacarrá, como a las joyas, a los abrigos de visón y a todo cuanto exigÃa gastar dinero. Igual que sus dos hijas, que a esas horas debÃan de estar bailando en el dancing del Miramar, como era su costumbre: Izaskun y Arancha, dos lindos y frÃvolos pimpollos vascongados. Miró de nuevo el reloj. Las once y veinte.
—No creo que tarden mucho en irse —concluyó.
—¿Está todo a punto?
—Telefoneé hace un rato y acabo de ver la señal —dirigió una lenta ojeada en torno—. ¿Has visto a los guardaespaldas?
Malena indicó con la barbilla a un fulano moreno, fuerte, con frente estrecha y nariz de púgil, enfundado en un smoking demasiado prieto en la cintura. Se mantenÃa algo retirado de la mesa de bacarrá, con la espalda apoyada en una columna, y miraba a Sologastúa con fidelidad de mastÃn.
—Sólo a ése. El otro debe de estar fuera, con el chófer.
—¿Dos coches, como siempre?
—SÃ.
—Mejor. Cuantos más somos, más nos reÃmos.
La vio sonreÃr levemente, controlando bien los nervios.
—¿Siempre eres tan gamberro? ¿Todo lo tomas as�
—No siempre.
Malena acentuó la sonrisa. Tensa, pero decidida. La muerte de su padre y su hermano, asesinados por los rojos en la matanza del 25 de septiembre a bordo del barco-prisión Cabo Quilates, atracado en la rÃa de Bilbao, tenÃa algo que ver con esa firmeza. Procedente de una familia bien situada y de tradición carlista, durante la sublevación militar habÃa trabajado con mucho valor para el bando rebelde, llevando mensajes ocultos del general Mola entre Pamplona y San Sebastián. Tras lo del padre y el hermano habÃa pedido pasar a la acc