Campaña de donación
Para cuando la noticia del accidente de Bailey se difundió por todo el asentamiento rural de Box Hill, corrÃan diversas versiones de lo ocurrido. Alguien de la constructora habÃa telefoneado a la madre y le habÃa contado que Bailey se habÃa herido al caerse un andamio en una obra del centro de Memphis, que estaban operándolo, que se encontraba estable y que confiaban en que vivirÃa. La madre, una inválida de más de 180 kilos que, era cosa sabida, se alteraba enseguida, pasó por alto parte de la información y rompió a llorar sin parar. Llamó a amigos y vecinos y, con cada réplica a la trágica noticia, se fueron alterando y exageraron varios detalles. La mujer no apuntó el número de teléfono de la persona de la constructora, de modo que no habÃa a quién telefonear para verificar o descartar los rumores que iban aumentando por minutos.
Uno de los compañeros de Bailey, otro chico de Ford County, llamó a su novia a Box Hill y le dio una versión un tanto diferente: a Bailey lo habÃa atropellado un buldócer situado cerca del andamio y prácticamente lo habÃa matado. Los cirujanos estaban en ello, pero la cosa pintaba mal.
Luego un administrador de un hospital de Memphis telefoneó a casa de Bailey, pidió hablar con la madre y le informaron de que estaba acostada, demasiado alterada para conversar e incapaz de atender al teléfono. La vecina que contestó a la llamada exprimió al administrador en busca de detalles, pero no sacó gran cosa. Algo se habÃa desmoronado en la obra, tal vez la zanja donde el joven estaba trabajando, o alguna otra variante por el estilo. SÃ, estaba en el quirófano, y el hospital necesitaba algunas informaciones básicas.
La casita de ladrillos de la madre de Bailey enseguida se convirtió en un lugar muy concurrido. Las visitas empezaron a llegar a última hora de la tarde: amigos, parientes y varios pastores de las pequeñas parroquias desperdigadas por Box Hill. Las mujeres se reunieron en la cocina y el cuarto de estar y cotillearon sin freno mientras el teléfono no dejaba de sonar. Los hombres se agruparon fuera y fumaron. Empezaron a aparecer cazuelas y pasteles.
Con poco que hacer y con escasa información acerca de las heridas de Bailey, los visitantes se aferraban al dato más nimio, lo analizaban, lo diseccionaban y luego lo pasaban a las mujeres de dentro o a los hombres de fuera. Bailey tenÃa una pierna destrozada y probablemente habrÃa que amputarla. TenÃa daños cerebrales graves. HabÃa caÃdo del andamio desde una altura de cuatro pisos, o quizá ocho. Se habÃa aplastado el pecho. Algunos de los datos y teorÃas se creaban sobre la marcha. Se realizaron incluso algunas sombrÃas indagaciones sobre los preparativos para el funeral.
Bailey tenÃa diecinueve años y en su breve vida jamás habÃa congregado a tantos amigos y admiradores. A medida que pasaban las horas, la comunidad en pleno iba queriéndolo más. Era un buen chico, bien educado, mucho mejor persona que su pobre padre, al que nadie veÃa desde hacÃa años.
La ex novia de Bailey se presentó en la casa y pronto se convirtió en el centro de atención. Estaba consternada y abrumada, y lloraba con facilidad, sobre todo cuando hablaban de su querido Bailey. Sin embargo, cuando la información se filtró hasta el dormitorio y la madre se enteró de que la muy fulana estaba en su casa, mandó que la echaran. Entonces la muy fulana se juntó con los hombres de fuera a coquetear y fumar. Al final se marchó, prometiendo que conducirÃa directamente hacia Memphis para ver a su Bailey.
El primo de un vecino vivÃa en Memphis y, de mala gana, aceptó ir al hospital a seguir los acontecimientos. Con la primera llamada informó de que efectivamente estaban operando al joven de heridas múltiples pero que parecÃa que se mantenÃa estable. HabÃa perdido mucha sangre. En la segunda llamada, el primo aclaró algunos datos. HabÃa hablado con el capataz de la obra y Bailey se habÃa herido al chocar un buldócer con el andamio, derribarlo y tirar al pobre chico a una especie de pozo desde cuatro metros y medio de altura. Estaban levantando las paredes de ladrillo de un edificio de oficinas de seis plantas en Memphis y Bailey trabajaba allà de peón de albañil. El hospital no permitirÃa las visitas hasta pasadas al menos veinticuatro horas y se necesitaban donaciones de sangre.
¿Peón de albañil? Su madre habÃa alardeado de que Bailey habÃa ascendido rápidamente en la empresa y ya era ayudante de capataz de obra. Sin embargo, dadas las circunstancias, nadie le preguntó por semejante discrepancia.
Al anochecer se presentó un hombre trajeado y explicó que venÃa a ser algo asà como un investigador. Lo pasaron con un tÃo, el hermano menor de la madre de Bailey, y, en conversación privada en el patio de atrás, entregó la tarjeta de visita de un abogado de Clanton. «El mejor abogado del condado —aseveró—. Y ya estamos trabajando en el caso.»
El tÃo quedó impresionado y prometió rechazar a los otros abogados —«una panda de cazaambulancias»— y maldecir a cualquier liquidador de seguros que apareciera por allÃ.
Con el tiempo se habló de organizar un viaje a Memphis. Aunque estaba a solo un par de horas en coche, lo mismo podrÃan haber sido cinco. En Box Hill, ir a la gran ciudad significaba conducir una hora hasta Tupelo, población de cincuenta mil habitantes. Memphis estaba en otro estado, en otro mundo, y además los delincuentes campaban a sus anchas. La tasa de asesinatos estaba a la altura de la de Detroit. VeÃan la carnicerÃa todas las noches en el Canal 5.
La madre de Bailey iba incapacitándose por momentos y saltaba a la vista que no estaba en condiciones de viajar, mucho menos de donar sangre. La hermana vivÃa en Clanton, pero no podÃa dejar a los niños solos. Al dÃa siguiente era viernes, un dÃa laborable, y en general se consideraba que un viaje semejante, de ida y vuelta a Memphis, sumado a lo de la sangre, llevarÃa muchas horas y, en fin, a saber cuándo podrÃan regresar a Ford County los donantes.
Otra llamada desde Memphis informó de que el chico habÃa salido del quirófano, aferrándose a la vida, y seguÃa necesitando sangre desesperadamente. Para cuando la noticia llegó al grupo de hombres que holgazaneaba en la entrada sonó a que el pobre Bailey morirÃa en cualquier momento a menos que sus seres queridos corrieran al hospital y se abrieran las venas.
Enseguida apareció un héroe. Se llamaba Wayne Agnor, un supuesto amigo Ãntimo de Bailey al que desde su nacimiento llamaban Aggie. Regentaba un garaje con su padre y, por tanto, disfrutaba de la flexibilidad horaria necesaria para un viaje rápido a Memphis. Además tenÃa camioneta propia, una Dodge último modelo, y aseguraba conocerse Memphis como la palma de la mano.
—Puedo salir ahora mismo —dijo Aggie al grupo, con orgullo, y se corrió la voz por la casa de que estaba organizándose un viaje.
Una de las mujeres calmó las cosas cuando explicó que se necesitaban varios donantes puesto que el hospital solo extraerÃa medio litro de cada uno. «No puedes donar a litros», explicó. Muy pocos habÃan donado sangre alguna vez y pensar en agujas y tubos asustaba a muchos de ellos. La casa y el jardÃn delantero quedaron en silencio. Vecinos preocupados que hacÃa solo unos instantes eran Ãntimos de Bailey en ese momento empezaban a marcar distancias.
—Yo también voy —anunció por fin otro joven, y lo felicitaron de inmediato.
Se llamaba Calvin Marr y su horario también era flexible, pero por razones diferentes: Calvin habÃa sido despedido de la fábrica de zapatos de Clanton y cobraba el paro. Le aterraban las agujas pero le intrigaba la aventura de ver Memphis por primera vez. SerÃa un honor donar sangre.
La idea de un compañero de viaje envalentonó a Aggie, que lanzó el reto:
—¿Alguien más?
Se oyó un murmullo generalizado mientras la mayorÃa de los hombres se miraba las botas.
—Iremos en mi camioneta y yo pagaré la gasolina —continuó Aggie.
—¿Cuándo salimos? —preguntó Calvin.
—Ahora mismo —contestó Aggie—. Es una urgencia.
—Eso es —añadió alguien.
—Mandaré a Roger —se ofreció un anciano caballero, y el comentario fue acogido con callado escepticismo. Roger, que no estaba presente, no tenÃa trabajo del que preocuparse porque era incapaz de conservar uno. HabÃa abandonado la secundaria y tenÃa un vistoso historial de alcohol y drogas. Desde luego las agujas no le intimidaban.
Aunque e