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El camino hasta el aeropuerto O’Malley era un sendero largo, estrecho y polvoriento que giraba a izquierda y derecha y rodeaba perezosamente los maizales. El aeropuerto era un pequeño trozo de tierra reseca próximo a Good Hope, en el distrito de McDonough, trescientos kilómetros al suroeste de Chicago. Cuando las vio por primera vez en el otoño de 1918, Pat O’Malley se dijo que esas 32 hectáreas yermas eran lo más bonito que sus ojos habÃan contemplado. Ningún agricultor las habrÃa querido y, de hecho, nadie las quiso. Esas tierras estaban abandonadas, pero Pat O’Malley invirtió casi todos sus ahorros en adquirirlas. Dispuso el resto para comprar un destartalado y pequeño Curtiss Jenny, un biplaza —excedente de guerra— con controles dobles que utilizó para enseñar a volar a los pocos hombres que disponÃan de medios para pagar lecciones, para llevar ocasionalmente algún pasajero a Chicago o para transportar pequeños cargamentos a cualquier sitio.
Aunque el Curtiss Jenny estuvo a punto de arruinarlo, Oona —su bonita, pelirroja y menuda esposa desde hacÃa diez años— sabÃa que su marido no estaba totalmente loco. Era consciente de que Pat soñaba con volar desde la primera vez que vio un avión en una pequeña pista de Nueva Jersey. HabÃa trabajado en dos sitios con tal de ganar lo suficiente para costearse las clases, y en 1915 la habÃa arrastrado hasta San Francisco para visitar la exposición que celebraba la construcción del canal de Panamá, pues deseaba ver con sus propios ojos a Lincoln Beachey. Éste subió a Pat en su avión, por lo cual a O’Malley le resultó aún más doloroso que, dos meses después, Beachey perdiera la vida. Beachey acababa de hacer tres rizos de los que cortan el aliento en su avión experimental cuando ocurrió la tragedia.
Durante la exposición Pat también conoció al célebre aviador Art Smith y a un batallón de fanáticos pilotos como él. Conformaban una hermandad de temerarios, la mayorÃa de los cuales preferÃa volar antes que cualquier otra cosa. ParecÃa que sólo cobraban vida cuando estaban en el aire. VivÃan por y para la aviación, no hablaban de otro tema, la respiraban y soñaban con ella. Lo sabÃan todo sobre las complejidades de cada avión y la forma más eficaz de pilotarlo. Intercambiaban anécdotas, consejos y hasta los detalles más nimios. No es sorprendente que a algunos no les interesara otra cosa o fueran incapaces de durar en puestos de trabajo que no tenÃan relación con la aviación. Pat lo sabÃa todo, describÃa alguna hazaña increÃble que acababa de presenciar o se explayaba sobre un extraordinario aparato que habÃa logrado superar los logros del modelo precedente. Siempre habÃa jurado que algún dÃa tendrÃa su propio avión y puede que hasta una flota de aviones. Sus amigos le tomaban el pelo y sus parientes decÃan que estaba chiflado. Sólo la tierna y amorosa Oona le creyó. Estaba pendiente de cuanto Pat decÃa y lo acataba con lealtad y adoración plenas. A medida que nacieron sus hijas, como no querÃa herir los sentimientos de Oona, Pat se esforzó por ocultarle lo decepcionado que se sentÃa de no tener un varón.
Por mucho que amase a su esposa, Pat O’Malley no era un individuo que dedicara tiempo a sus hijas. Era un hombre para estar rodeado de hombres, un sujeto hábil y competente.
Compensó muy pronto el dinero invertido en las lecciones de aprendizaje. Era de esos pilotos que saben instintivamente cómo llevar casi cualquier máquina y nadie se sorprendió de que fuese uno de los primeros voluntarios norteamericanos, incluso antes de que Estados Unidos entrara en la Gran Guerra. Combatió con la escuadrilla Lafayette y luego fue destinado a la escuadrilla 94, en la que sirvió a las órdenes de Eddie Rickenbacker.
Aquélla habÃa sido una época emocionante. En 1916, cuando se alistó voluntario con treinta años, era más maduro que la mayorÃa de los miembros de la escuadrilla. Rickenbacker también era más adulto que la mayorÃa de sus efectivos. Pat y él compartÃan esa madurez y el amor por la aviación. Al igual que Rickenbacker, Pat O’Malley siempre supo qué hacÃa. Era resistente, listo y se sentÃa muy seguro de sà mismo; corrió infinidad de riesgos y los miembros de la escuadrilla siempre aseguraron que tenÃa más agallas que nadie. Les encantaba volar con él y el propio Rickenbacker declaró que Pat era uno de los mejores pilotos del mundo. Intentó convencer a Pat de que siguiera en la aviación una vez terminada la guerra e insistió en que habÃa fronteras que explorar, desafÃos a los que hacer frente y nuevos mundos por descubrir.
Pat supo que, en su caso, ese tipo de pilotaje habÃa terminado. Por muy competente que fuese como piloto, esa edad de oro estaba cumplida. Ahora debÃa cuidar de Oona y de las niñas. En 1918, al finalizar la guerra, tenÃa treinta y dos años; habÃa llegado la hora de pensar en el futuro.
Para entonces su padre habÃa muerto y le habÃa legado unos modestos ahorros. Oona también se las habÃa arreglado para disponer de unos ahorrillos. Con ese dinero fue a explorar las tierras de labrantÃo del oeste de Chicago. Uno de sus antiguos compañeros de vuelo le habÃa comentado que allà los terrenos eran muy baratos, sobre todo porque no eran aptos para cultivos. Y asà empezó todo.
Pat compró 32 hectáreas de pésimas tierras de labranza a precio de ganga y pintó con sus propias manos el letrero que, dieciocho años después, seguÃa en pie. Rezaba, simplemente, «AEROPUERTO O’MALLEY». A lo largo de esos dieciocho años, una de las «l» y la «y» prácticamente se habÃan borrado.
En 1918 Pat compró el Curtiss Jenny con el dinero que le quedaba y por Navidades logró llevar a Oona y a las niñas. En un extremo del terreno, cerca de un arroyo y bajo la sombra de un grupo de viejos árboles, se alzaba una pequeña cabaña. Allà vivieron mientras Pat volaba para todo aquel que pudiese pagar un flete, al tiempo que realizaba frecuentes transportes de correo en el viejo Jenny. Era un avión pequeño pero seguro y Pat ahorró hasta el último centavo. En primavera logró comprar un De Havilland DH.4.A, que utilizó para transportar correo y mercancÃas.
Aunque los contactos gubernamentales que consiguió para que le permitieran ejercer de correo le resultaron rentables, lo cierto es que lo obligaban a pasar mucho tiempo fuera de casa. A veces Oona no sólo tenÃa que cuidar de las niñas, sino también encargarse del aeropuerto.
HabÃa aprendido a abastecer de combustible los aparatos y a recibir encargos. Casi siempre era Oona la que hacÃa señales con banderas en la estrecha pista para que los aviones aterrizaran, mientras Pat estaba en pleno vuelo.
Los pilotos se sorprendÃan al ver que la persona que les indicaba las operaciones de aterrizaje era una joven y bonita pelirroja; se asombraron sobre todo aquella primera primavera, ya que el embarazo de Oona saltaba a la vista. HabÃa engordado mucho y al principio supuso que esperaba gemelos, pero Pat tuvo la certeza de que no era asÃ. El sueño de su vida era tener un hijo varón que pilotara con él y lo ayudase a dirigir el aeropuerto. Estaba seguro de que esta vez se encontrarÃa con el niño con que habÃa soñado durante diez años.
El propio Pat colaboró en el parto en la pequeña cabaña que, poco a poco, iba ampliando. Para entonces el matrimonio disponÃa de un dormitorio y las tres niñas compartÃan el otro. HabÃa una cálida y acogedora cocina y un salón grande y espacioso. Cuando llegaron, la casa estaba vacÃa y habÃan traÃdo muy pocas cosas con ellos. HabÃan invertido todos sus esfuerzos y ahorros en el aeropuerto.
El cuarto vástago de los O’Malley nació sin incidentes una cálida noche de primavera después de una prolongada y pacÃfica caminata junto al maizal del vecino. Pat le habÃa hablado a Oona de comprar otro aeroplano y ella le habÃa comentado que las niñas estaban muy emocionadas con la llegada de un nuevo hermano o hermana. Por aquel entonces las pequeñas contaban cinco, seis y ocho años y parecÃan aguardar el nacimiento de una muñeca. Oona compartÃa en parte el sentimiento de sus hijas, pues habÃan transcurrido cinco años desde que por última vez habÃa tenido un bebé en brazos, y estaba impaciente por la llegada de su cuarto hijo. Nació con enérgicos y estentóreos berridos poco antes de medianoche. Oona lanzó un grito cuando le vio y se echó a llorar porque supo que Pat se sentirÃa decepcionado. No se trataba del hijo tan esperado por Pat, sino de otra niña. Era grande, hermosa, de cuatro kilos, ojazos azules, piel color nata y pelo tan brillante como el cobre. Pero por muy bonita que fuese, Oona sabÃa lo mucho que su marido deseaba un niño y lo contrariado que se sentÃa por no tenerlo.
—Pequeña, no te preocupes —dijo Pat al ver que Oona volvÃa la cara mientras él envolvÃa a la recién nacida. La niña era bonita, probablemente la más bonita de sus hijas, pero no se trataba del varón que tanto deseaba. Pat acarició la cara de su esposa, la cogió del mentón y la obligó a mirarlo—. Oona, no tiene importancia. Es una niña sana que algún dÃa será una alegrÃa para ti.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Oona apenada—. No puedes dirigir el aeropuerto solo.
Pat rió para restar importancia a la angustia de su esposa, por cuyas mejillas resbalaban las lágrimas. Era una buena mujer y la amaba; si el destino no querÃa darles hijos varones, no habÃa nada que hacer. Se le estrujó el corazón en el mismo sitio donde habÃa albergado la ilusión de un varón. Pero no se atrevió a preguntarse si procrearÃan más descendencia. Ya tenÃan cuatro hijas y las cosas se les pondrÃan difÃciles con una boca más que alimentar. El aeropuerto no era una mina de oro.
—Oonie, tendrás que seguir ayudándome a repostar los aviones. No hay otra salida —bromeó. La besó y salió del dormitorio en busca de un más que merecido vaso de whisky.
En cuanto Oona y la recién nacida se durmieron, Pat se dedicó a contemplar la luna y se preguntó qué capricho del destino le habÃa enviado cuatro hijas y ningún varón. Aunque le pareció injusto, no era de los que pierden el tiempo pensando en las justicias y las injusticias de la vida. DebÃa dirigir el aeropuerto y dar de comer a los suyos.
Durante las seis semanas siguientes estuvo tan ocupado que casi no tuvo tiempo de ver a su familia, menos aún de lamentarse por el hijo que resultó una hija hermosa y sanÃsima.
Cuando volvió a verla tuvo la sensación de que la pequeña habÃa crecido bastante y de que Oona habÃa recuperado su silueta juvenil. Se maravilló de la flexibilidad de las mujeres. Seis semanas atrás, su esposa estaba pesada, vulnerable, pletórica de promesas e inmensa. Ahora volvÃa a ser joven y hermosa y la pequeña era una pendenciera pelirroja de vivo temperamento. Si su madre y sus hermanas no satisfacÃan de inmediato sus necesidades, todo el estado de Illinois y la mayor parte de Iowa se enteraban.
—Yo dirÃa que, de todas, es la que grita más fuerte, ¿no es asÃ, amor mÃo? —preguntó Pat una noche, agotado después de un vuelo de ida y vuelta a Indiana—. No le faltan pulmones.
Pat sonrió a su esposa y bebió un sorbo de whisky irlandés.
—Hoy ha hecho mucho calor y la niña tiene sarpullido.
Oona siempre encontraba una explicación para los enfados de sus niñas. A Pat le sorprendÃa su paciencia aparentemente inagotable. Oona era una de esas personas discretas que apenas hablan, que lo ven casi todo y raramente son descorteses. En cerca de once años de matrimonio casi nunca habÃan disentido. Se habÃan casado cuando Oona tenÃa diecisiete y ella habÃa sido la compañera ideal. HabÃa soportado sus rarezas, sus extraños proyectos y su infinita pasión por la aviación.
Más avanzada la semana, volvió a hacer uno de esos dÃas calurosos de junio. La pequeña pasó