El calavera no chilla, acababa de decirle el viejo. Y tenÃa razón. Si a último momento Irene habÃa desechado la Hermes Baby y se habÃa decidido por una Remington que, entre otros males, no trababa las mayúsculas y carecÃa de jota, mejor aceptaba sin chistar que el viejo se tomase su tiempo para arreglarla.
–Pero ocho dÃas me parece demasiado –dijo sin muchas esperanzas.
El viejo puso los ojos en blanco, murmuró Mamita querida, en qué mundo me metiste y giró la cabeza como buscando un testigo de lo que acababa de escuchar.
Pero lo único vivo en ese cubÃculo atestado de máquinas de escribir (fuera de Irene y del viejo mismo) era Alfredo, que no podÃa ver al viejo porque estaba en una situación extraña. Con la cabeza metida en la Remington y empeñado en alterar con los dedos cierto mecanismo. Dispuesto a resolver in situ el problema de las mayúsculas, pensó Irene, para no hablar de la jota. Y todo porque no se resignaba a que un viejo charlatán arruinase los festejos del cumpleaños de ella justo el dÃa en que él habÃa decidido celebrarlo.
Era apenas una contingencia que el cumpleaños de ella hubiese ocurrido en febrero y ahora estuviesen en agosto; para Alfredo (cosa que Irene habÃa maliciado trece años atrás, en el Constantinopla) toda medición del tiempo era una práctica bizantina; sólo contaban los actos. Y si seis meses atrás (acababa justamente de explicarle él cuando iban a lo del viejo), si seis meses atrás le habÃa parecido estupendo regalarle a ella una máquina de escribir; si durante todo ese tiempo (cada vez que yo te lo recordaba, le recordó Irene) se habÃa mostrado resuelto a regalársela, y si ahora estaban por entrar a comprarla, ¿dónde residÃa el desperfecto? El desperfecto (habÃa dicho Irene) residÃa en que ella no tenÃa una noción del tiempo tan singular como la de él, ella más bien vivÃa con un cronómetro en la cabeza, asà que habÃa pasado estos seis meses entre paréntesis, con la desagradable impresión de que, mientras no tuviera la máquina, no acabarÃa de consumarse su trigésimo cumpleaños. O sea con la guadaña en el pescuezo, se le cruzó. Pero en realidad no dijo trigésimo ya que ésa era una cuestión que ninguno de los dos mencionaba. Aunque por distintos motivos (escribirÃa después Irene); para Alfredo, la mujer de treinta años era un ejemplar balzaciano, definitivamente adulto, que se daba en ciertos casos pero no en el mÃo, como si un hilo dorado me atara a la adolescente que él habÃa conocido trece años atrás, asà que mi insistencia en una máquina de escribir sólo indicaba para él que la que ayer nomás decÃa que querÃa comerse la luna se habÃa decidido por fin a mostrar la hilacha. En cambio para mà la máquina era un ensalmo contra la incerteza. La gente me tuteaba en el colectivo, nunca nadie me habÃa llamado señora, todavÃa tenÃa cara de que me preguntaran cuántos años tenés. Treinta. Ahà estaba la madre del borrego. Algo se congelarÃa en el preciso instante en que yo lo dijera. El sentimiento maternal que despertaba en los otros –una celada para incautos, ¿o mi cara no venÃa a ser la mejor estafa de mi cerebro?–, el gesto del panadero regalándome una palmerita, la ancha risa de mi vecina al pasarme por el balcón un plato con tortas fritas, se tornarÃan de hielo apenas yo lo enunciara. En ese marasmo vivÃa, soñando que una máquina de escribir me iba a transformar de golpe y sin dolor en una cabal –aunque adorable– mujer de treinta años que exhalarÃa su grata treintañedad por toda la piel. No era de extrañar entonces que a último momento desechara la diminuta portátil de nombre sospechoso y me decidiera por una Remington como un tanque de guerra. Sólo que, por el momento, no podÃa tolerar la idea de que esta franja ambigua de mi vida se extendiera ocho dÃas más.
–¿Ocho dÃas? –dijo Alfredo, emergiendo del interior de la máquina como si acabara de despertarse–. Si yo con una pincita de depilar y un alambre arreglo esto en diez minutos.
–No, por favor –susurró Irene–. Dejalo al señor, si al fin y al cabo no hay tanto apuro.
–Se ve que la chica le tiene confianza –dijo el viejo.
–No comprende mi genio –dijo Alfredo.
–Ah, son todas iguales dijo el viejo, y suspiró.
Fue un suspiro tan extraordinario que Irene y Alfredo se buscaron simultáneamente la mirada, como para verificar en el otro este pequeño prodigio. Y la tarde dio un viraje hacia la felicidad.
–En serio no me importa esperar unos dÃas –dijo Irene. Y creyó prudente agregar–: Hasta me gusta eso de que haya una demora, cosa de tener tiempo para preparar el alma.
Porque sabÃa que, resuelto a colmarla de dicha como él estaba ahora, era capaz de luchar, ayunar, desgarrarse, tragar vinagre y hasta comerse algún cocodrilo, con tal de que ella tuviera la máquina ya. Y porque acababa de reparar en lo que, un minuto antes, habÃa dicho el viejo. Algo que habÃa dado en el carozo mismo de su Westanshauung. El calavera no chilla, sà señor. Y al que quiera celeste, que le cueste.
Por fin Alfredo dejó la plata y salió a comprar cigarrillos. Dos minutos después salió Irene, corriendo; agitaba el recibo para que Alfredo pudiera verlo, aunque, como solÃa pasarle, sin averiguar en qué lugar fÃsico de la realidad estaba él. Cruzó la calle tan radiante y desbocada que no vio a tiempo a una adolescente rubiona que corrÃa en sentido contrario.
El choque fue violento e inesperado. Las dos se rieron y la adolescente prosiguió su carrera. Pero Irene no. Acababa de notar que no tenÃa la más pálida idea del lugar al que se dirigÃa. Atemperada, giró sobre sà misma buscando a Alfredo. Lo ubicó junto al quiosco de cigarrillos que –esas cosas también solÃan ocurrirle– no quedaba enfrente sino en la misma vereda de donde venÃa.
Y algo la hizo sentirse hermosa de la cabeza a los pies: la cara de Alfredo. La miraba riendo, súbitamente joven contra la pared gris. ¿No era asombroso que los arrebatos de ella aún tuvieran la virtud de hacerlo reÃr? Caminó y en su cuerpo iba floreciendo una sensación antigua, cierto estado de privilegio que solÃa embriagarla a los diecisiete años y que, en momentos como éste, todavÃa la embriagaba.
Aleteante llegó junto a Alfredo.
–A que no adivinás con quién chocaste –oyó.
Se sobresaltó pero no acusó el impacto: apenas hubo una imperceptible dilatación de los ojos. Choqué, sÃ, ahora se acordaba, habÃa chocado con alguien al cruzar la calle.
Predispuso su ánimo para una revelación porque eso prometÃa la expresión de Alfredo. O el descubrimiento de algún chiste excelso que en pocos instantes compartirÃa con Irene, siempre dispuesta a paladear hasta el espinazo ciertas tramas absurdas o perversas que urde la realidad.
–Con quién –preguntó. De pies a cabeza hambrienta de diversión y de conocimiento.
Y él se lo dijo. Era la silenciosa, la que los dos llamaban la mirona. Ésa que, desde hacÃa más de cuatro meses, acechaba discretamente al profesor Alfredo Etchart.
Alfredo la habÃa notado el primer dÃa de clase. Y no debió de ser fácil, se habÃa dicho Irene, que lo escu